El País ha publicado en su edición de este sábado un bochornoso artículo sobre el crecimiento de iglesias evangélicas en la zona de Carabanchel.
Existe una seria anomalía en la condición humana a la que la Biblia llama pecado y tiene que ver con errar al blanco, transgredir los límites, no acertar.
La cuestión de fondo es si confiamos en Dios de tal manera que hacemos de su palabra el principio organizador de toda nuestra vida.
Desde una conciencia comunitaria, cada uno de nosotros somos dones para los demás.
La verdadera renovación en la santidad solo se hace posible colocando el corazón en el altar de Dios.
Dios jamás jubila a los ancianos.
La iglesia ofrece la gracia que la convierte en una comunidad que acoge, acompaña, alienta y sostiene desde el poder fraterno del amor y la potencia del Espíritu.
Un devocional basado en Juan 15.
El duelo se cruza en la vida como un proceso que obliga a pararse, reflexionar y mirar cara a cara el dolor y la tristeza. Es imprescindible.
¿Será que la injusticia es un mal incurable que llevamos introyectado en el corazón como algo que nos corrompe y deshumaniza?
El acontecimiento de la resurrección de Jesús sitúa todo su itinerario bajo una nueva luz.
¿Es posible construir una eclesiología que aterrice en la historia y en el mundo de lo real fundada sobre esas propuestas cristológicas?
En la cruz no murió cualquier ser humano, sino el mismo Hijo de Dios.
¿Por qué no se reveló la resurrección como una apoteosis apabullante de autoridad?
No hay lujos, ni boato, ni grandezas, ni aparece rodeado de apoteosis pirotécnicas. Sencillamente, nace.
Jesús quiere hacer presente a un Dios misericordioso que pone en crisis las distancias impuestas por una religión deshumanizadora y excluyente.
Los textos vinculan las relaciones económicas transformadas con la misión de la iglesia.
Dios, en la persona de Jesús, sitúa su gloria abajo, cerca y dentro, construyendo un hogar entre nosotros.
Jesús de Nazaret no vivió un simulacro de humanidad.
¿Por qué nos cuesta tanto perdonar?
Jesús no es una construcción ideológica de la iglesia.
Cada generación tiene la responsabilidad intransferible de distinguir y discernir, por sí misma, la diferencia entre Tradición y Palabra.
La verdadera radicalidad se opone al rigorismo y nada tiene que ver con posiciones fundamentalistas, porque nace de la libertad de la llamada de Jesús.
Hemos convertido la existencia en una permanente insatisfacción, buscando lo que creemos que nos falta siempre en lugares equivocados.
La parábola rompe los esquemas de la realidad cotidiana forjada a base de valores radicalmente opuestos a los de Dios.
¿Será que en la “pecera digital” en la que se ha convertido este mundo, podemos encontrarnos mucho más desorientados y perdidos de lo que pensamos?
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