Existe una seria anomalía en la condición humana a la que la Biblia llama pecado y tiene que ver con errar al blanco, transgredir los límites, no acertar.
En los últimos dos años, el mundo se ha enfrentado a la más terrible pandemia conocida y experimentada por la humanidad desde hace por lo menos un siglo. Todos los gobiernos del mundo y toda la ciudadanía del planeta se han movilizado para combatir y vencer a un enemigo microscópico que amenazaba nuestra sobrevivencia. El esfuerzo sistémico frente a un adversario claramente identificado por su poder mortal, ha puesto en marcha todos los resortes necesarios para minimizar sus consecuencias. Después de más de cuatrocientos millones de contagios y más de seis millones de muertos, parece que hemos aprendido a controlar los efectos de esta guerra contra la pandemia del covid.
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“Pero no hemos podido controlar nuestra lengua ni evitar decir palabras que dañen. La lengua parece un animal salvaje, que nadie puede dominar y que está lleno de veneno mortal. He aquí Dios hizo al hombre recto, pero ellos buscaron muchas perversiones” (Stgo. 3:8; Ecl. 7:29). (Biblia Traducción Lenguaje Actual. Reina Valera).
Anhelamos y proclamamos por tierra, mar y aire la necesidad de vivir en paz y libertad, en armonía y seguridad, pero los deseos más profundos de nuestro ser no se plasman en realidades concretas que permitan construir estos valores de convivencia. Es como si todos los proyectos, anhelos y esperanzas humanas llevasen dentro de sí un “gusano” que más tarde o más temprano acaba pudriéndolo todo, frustrando nuestros esfuerzos por construir ese mundo ideal y feliz que no acaba de nacer. Existe una seria anomalía en la condición humana a la que la Biblia llama pecado y tiene que ver con errar al blanco, transgredir los límites, no acertar. El pecado desestructura nuestro interior, se clava en la convivencia humana, pudre un pedazo del mundo y crean un contexto de mal.
¿Nos vamos entendiendo? Las preguntas están fuera, pero las repuestas están dentro. Sin tomar conciencia de nuestra condición no podemos construir nada sólido y duradero. La palabra de Dios, que es la mejor analista de la condición la humana, diagnostica la razón última que frustra todos los intentos de crear un mundo donde reinen el amor, la justicia y la paz: El deseo fracasado de ser como Dios. La autojustificación, que nos lleva a pensar y creer que todos nuestros deseos son el bien y todo nuestro quehacer obras de justicia, solo nos convierte en megalómanos patológicos con anhelos de grandeza capaces de sembrar odio, violencia, guerra y destrucción. El mundo que hemos creado es testigo de cargo que habla alto y claro de la pandemia más letal y destructiva que ha de combatir la condición humana: la propia condición humana.
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Como pueblo de Dios no podemos abdicar de nuestra responsabilidad. Somos llamados a pensar, creer y vivir en el marco de la nueva sociedad de contraste que Dios ha creado a partir de la vida, muerte y resurrección de Jesús: La Iglesia. Una comunidad que se sitúa en el mundo como “una ciudad asentada sobre un monte que no se puede esconder” porque proclama la buena nueva del mensaje del reino de Dios: “Arrepentíos y convertíos porque el reino de Dios se ha acercado” (Mr. 1:15). Somos invitados a orar, pensar, hablar, y vivir visibilizando los valores del reino de Dios: Amor, gozo, misericordia, bondad, paciencia, mansedumbre, libertad, paz y justicia, aunque tengamos que hacerlo en un mundo adverso en el que reina la guerra, la violencia y la aflicción. Soli Deo Gloria.
“En el mundo tendréis aflicción, pero confiad, yo he vencido al mundo”. (Jn. 16:33).
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