¿Cómo pudo Pedro, un judío saturado de prejuicios xenófobos, acercarse con toda humildad y sencillez a un despreciado y odiado romano para hablarle del evangelio?
HECHOS 10:25-29
El término xenofobia proviene del concepto griego compuesto por xénos (“extranjero”) y phóbos (“miedo”). La xenofobia, por tanto, hace referencia al odio, recelo, hostilidad y rechazo hacia los extranjeros. Es un modo de discriminación proactiva alimentada por el prejuicio. Prejuicio es una palabra que significa “juicio previo”, en el sentido de tomar una opción prematura en contra de alguien. Por eso, la xenofobia y el prejuicio se dirigen con frecuencia a personas concretas, pero no por ser ellas, sino por pertenecer a un grupo determinado.
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Vamos a imaginar que nos encontramos de frente con un musulmán. Yo le descubro a él y él me descubre a mí. Sin embargo, acechando como fantasmas tras esos hallazgos existen algunos más: la imagen que yo tengo sobre quién es él y la imagen que él tiene sobre quién soy yo. Mientras pienso en los terroristas y talibanes, él piensa en los misiles que producen incontables muertes entre su gente. La visión de ambos se encuentra contaminada por los prejuicios formados a partir de las historias que cada uno de nosotros lleva adheridas a la mochila del inconsciente. Si no existe ningún contrapeso que nos ayude a pensar y sentir de otro modo, el resultado final es un desencuentro brutal entre dos personas con las ideas distorsionadas que cada cual ha construido del otro.
¿No es así como funcionamos tantas veces los unos con los otros? ¿No es cierto que la xenofobia y el prejuicio levantan barreras inexpugnables de indiferencia, incomprensión y rechazo? ¿No significa esto arrancar del corazón todo vínculo fraterno hacia los que son diferentes y están lejos? Tenemos mucho que aprender, porque nunca vemos las cosas como son, vemos las cosas como somos y resulta mucho más fácil pensar en las cosas que pensarnos a nosotros mismos.
¿Cómo pudo Pedro, un judío saturado de prejuicios xenófobos, acercarse con toda humildad y sencillez a un despreciado y odiado romano para hablarle del evangelio?
VIAJÓ MÁS ALLÁ DE SU PUEBLO. El apóstol se desplazó desde Jerusalén hasta Samaria, una región marginada y discriminada por los judíos, para confirmar a la iglesia naciente en ese lugar Hch. 8:25. Allí comenzó a comprender que la extensión del evangelio llegaba mucho más lejos de lo que él podía entender o imaginar. Poco después, encontramos a Pedro visitando a loas creyentes en Lidia y Jope. Esta última ciudad, aunque formaba parte de la nación de Israel, por su ubicación como puerto de mar era considerado un lugar cosmopolita, demasiado abierto y progresista para la ortodoxia judía.
Si Pedro se hubiera quedado siempre en Jerusalén, encerrado en una experiencia cristiana estrecha y monocolor, centrado solo en las ideas, costumbres y leyes del judaísmo, le hubiera resultado imposible penetrar el tejido de la cultura y la sociedad de su época para llegar más allá de su limitado mundo. Pero no lo hizo. Estuvo dispuesto a escuchar, aceptar y comprender otros modos de entender la vida y la fe del evangelio que ensancharon su mente, ampliaron su visión y le prepararon para abrirse a lo distinto rompiendo prejuicios.
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VIAJÓ MÁS ALLÁ DE SÍ MISMO. Hch. 10:9-16. Pedro vivió una experiencia con el Señor que le enseñó la necesidad de demoler sus prejuicios aprendiendo a aceptar a los que antes rechazaba. Se vio confrontado a emprender un viaje interior de ruptura con la xenofobia y la marginación hacia los extranjeros; un viaje espiritual de renuncia, de humildad, de apertura emocional, de práctica del amor fraterno que solo puede hacerse de la mano del Espíritu.
Nunca comprendemos a una persona hasta que somos capaces de ver las cosas desde su punto de vista. Si tuviéramos la sensibilidad de empatizar con los otros poniéndonos “en sus zapatos”, descubriendo su “mochila” llena de traumas, sufrimientos, alegrías y fracasos, quizás podríamos entender muchas cosas que de otro modo nos resultan ocultas. ¡Cuántos corazones sanarían si cada uno de nosotros renunciara a los prejuicios, aprendiendo a aceptar y acoger a los demás como son! Quizás entonces podríamos suscribir la confesión de Pedro:
“Vosotros sabéis muy bien que nuestra ley prohíbe que un judío se junte con un extranjero o lo visite. Pero Dios me ha hecho ver que a nadie debo llamar impuro o inmundo. Por eso, cuando enviasteis por mí, vine sin poner ninguna objeción”. Hch. 10:28.
El apóstol Pedro tuvo un encuentro renovador con aquellos a quienes rechazaba, porque el Señor le enseñó que necesitaba salir de sí mismo transformando del rechazo en amor hacia los que consideraba sus enemigos. A partir de este proceder, descubrió algo absolutamente decisivo para su vida que podemos hacer extensivo a nuestra experiencia vital: Podemos conocer el principio de nuestra conversión, pero no el final porque, por la obra del Espíritu, hemos de continuar convirtiéndonos de nuestra vieja manera de vivir, entre otras cosas, de la xenofobia y el prejuicio que nos habitan para transformarlos en acogida fraterna. Soli Deo Gloria.
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