La palabra de Dios coloca a Elías en un submundo ignorado, desconocido e impopular: la subcultura de los excluidos.
1 Reyes 17:8-19:18
Bastaron unos pocos capítulos del Antiguo Testamento para que la figura del profeta Elías marcara para siempre la memoria espiritual colectiva del pueblo judío. De algún modo, el profeta fue la voz de la conciencia para los desmemoriados israelitas de aquellos años, muchos de los cuales se habían echado en manos de los dioses cananeos, olvidando al Dios que los sacó de Egipto y de la esclavitud.
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El profeta Elías se acababa de enfrentar al rey Acab. De este monarca se dice que hizo lo malo ante los ojos del Señor. Edificó un templo pagano y erigió imágenes de dioses alternativos El pueblo de Dios se encontraba en la encrucijada entre dos lealtades: Adorar y servir a Jehová, o adorar y servir a los ídolos. Elías profetizó ante el rey una sequía de varios años para mostrar quien era el verdadero Dios, ya que se creía que Baal era el dios de la lluvia. Un hecho sin precedentes en la historia de Israel que tuvo como protagonista estelar a Elías. Sin embargo, casi inmediatamente, el profeta es enviado lejos de la corte real a un lugar inimaginable y sorprendente: Sarepta de Sidón, una ciudad de Fenicia, para encontrarse con una viuda pobre.
La palabra de Dios coloca a Elías en un submundo ignorado, desconocido e impopular: la subcultura de los excluidos, el ámbito de los que no cuentan porque no existen para nadie, el entorno de los invisibles. Sarepta es el mundo de la realidad humana, es el lugar de la debilidad simbolizada por los que lloran sin haber quien los consuele. Es el mundo del trabajo inestable y del alimento precario. Es el infierno en el que la enfermedad y la muerte parecen ganar siempre la partida.
Para esta viuda, emblema de la pobreza, la marginalidad, el desamparo, la desdicha y la exclusión social, sumida en el fatalismo y el sentido de culpa, Elías es una especie de “policía de Dios” que ha llegado como “notario” para certificar sus injusticias y pecados y pagarle conforme a ellos: ¿Has venido a mí para traer memoria de mis iniquidades y para hacer morir a mi hijo? (1 Rey. 17:18). A esta mujer, le han hecho creer que Dios es alguien que paga a cada uno conforme a sus pecados de manera implacable. Se trata de una viuda con un solo hijo que acaba muriendo. No puede existir una situación de mayor duelo, soledad y desamparo.
Ahora bien ¿tiene razón esta mujer viuda y pobre? ¿Se le hace Dios presente a través del profeta para ponerla al día de sus pecados y darle su ración de castigo? La respuesta es no. Dios no aparece para juzgar y condenar, sino como la encarnación de la misericordia compasiva. Dios mira y extiende su mano allí donde, para los seres humanos, no hay parecer, ni hermosura, con el fin de ofrecer vida y esperanza donde solo se contemplan soledad y muerte. Dios interviene acogiendo a los desamparados, recibiendo a los que no tienen nombre, ni rostro, que son los abandonados de este mundo.
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El Dios Todopoderoso, capaz de hacer gestas milagrosas incomparables y majestuosas, como provocar una sequía en toda una nación para hacer valer su nombre, es el mismo Dios que desciende hasta los sótanos más profundos del dolor humano para salvar a los pequeños, porque solo él llega donde nadie llega y porque para él, los pobres y los que lloran son llamados a ser felices porque de ellos es el reino de los cielos. Dios no solo interviene en lo espectacular y apabullante. Puntualmente, podemos contemplarle en experiencia “pico”, espectaculares y pirotécnicas, pero la mayoría de las veces él actúa en experiencias “valle”, porque son estas las que vivimos en la realidad cotidiana del día a día a lo largo de nuestra existencia. Es allí precisamente, en el espesor de nuestra historia concreta, en tiempos de cielo azul y de noches oscuras, donde podemos experimentar su gracia conociéndole como el Dios providente, cercano, protector, pastor y sustentador. Soli Deo Gloria.
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