Tras cada caída y después de cada fracaso, el Dios de toda gracia y misericordia siempre aparece para levantarnos.
Rom. 8:37 – “Antes, en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó”.
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Cuando las cosas se nos tuercen una y otra vez en la vida y negros nubarrones se ciernen sobre nuestra experiencia personal en forma de adversidades, pruebas y obstáculos que parecen insalvables, tendemos a pensar en clave fatalista. A veces, maldecimos nuestra suerte pensando que la vida, el destino o el azar nos han repartido una “mano de cartas” que nos hace sentirnos perdedores sin remedio. Si a eso le sumamos la “mochila” de nuestra historia personal, tantas veces cargada de sueños rotos y anhelos inclumplidos, los niveles de frustración, a menudo, golpean nuestro espíritu produciendo un bloqueo crónico.
He aquí la historia de una persona con muy “malas cartas” en la vida. A los siete años, él y sus padres tuvieron que abandonar su hogar. Su madre murió cuando él tenía nueve años. Nunca terminó la escuela primaria. A los veintitrés años creó una empresa que fracasó. Probó suerte en la política y no logró nada. Lo intentó tres veces más y el resultado fue el mismo. Quería estudiar derecho pero no pudo. A los veintiséis años se comprometió con su novia, pero ella murió antes de la boda. A los veintisiete entró en colapso total y tuvo que pasar seis meses en cama. ¿Qué hubieras hecho tú a partir de aquí?
Lo más destacado de este hombre es que nunca escuchó la voz interior que le decía: “Eres un don nadie”, porque él era un hombre de fe y sabía que su trabajo consistía en jugar las cartas que le habían tocado de la mejor manera posible, dejando al Señor eso de ganar o perder. Cuando cumplió los cincuenta y un años, tras toda una vida de fracasos y pérdidas, tuvo la osadía de presentarse para presidente de los Estados Unidos y ganó. Se le conoce como Abraham Lincoln, el decimosexto y, para muchos, mejor presidente de los Estados Unidos de América.
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Durante toda la vida, Abraham Lincoln tuvo las peores cartas imaginables. Sufrió fracaso tras fracaso, dificultad tras dificultad, pero siempre volvió a levantarse, se sacudió el polvo y tomó la decisión consciente de no permitir que sus circunstancias le definieran. Lincoln terminó con la esclavitud, guió a la nación durante la guerra civil y preservó la unión de su país. Además, pagó el precio más alto por su servicio, siendo asesinado el 14 de abril de 1865. Abraham Lincoln fue un seguidor de Jesús y creyó, contra todo pronóstico, que había un papel que él podía desempeñar en la historia de la mano de Dios (“Por terminar” R. Stearns).
Como cristianos, no pretendemos ser “triunfadores”, como el mundo entiende esa expresión. No anhelamos ser los primeros, ni los más importantes, ni perseguimos que el brillo de nuestro quehacer nos convierta en celebridades. Es muy difícil que alguno de los lectores de esta reflexión llegue a ser presidente de su país, pero la palabra de Dios sí nos convierte en “más que vencedores”, sin importar los logros que hayamos conseguido en este mundo. Y lo hace porque, tras cada caída y después de cada fracaso, el Dios de toda gracia y misericordia siempre aparece para levantarnos, rehabilitando nuestras vidas y situándonos de nuevo en el camino, porque él no llama a los capacitados, capacita a los llamados. Soli Deo Gloria.
1 Jn. 5:4-5 – “… Y esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe ¿Quién es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?”
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