La luz que trae la fe no es solo espiritual, sino profundamente práctica; ilumina nuestras decisiones, orienta nuestros compromisos y alimenta nuestra mirada sobre el mundo.
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"La injusticia, en cualquier parte, es una amenaza a la justicia en todas partes". Martin Luther King Jr.
Vivimos tiempos de profundas sombras, las noticias cotidianas nos hablan de conflictos, desigualdades crecientes, violencia estructural, migraciones forzadas, crisis ambientales y un creciente desencanto social.
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En este contexto, muchas personas se sienten perdidas, como si la oscuridad hubiera cubierto por completo el horizonte; sin embargo, desde la fe, puedo afirmar con firmeza que no todo está perdido; la fe se presenta como una luz en medio de la oscuridad, una luz que no solo consuela, sino que impulsa a actuar con justicia, a defender la dignidad humana y a sostener la esperanza.
La justicia no es una opción secundaria en la experiencia de fe, sino una consecuencia directa del encuentro con el Dios de la vida.
A lo largo de las Escrituras Dios se revela como aquel que escucha el clamor de su pueblo, que se pone del lado de los pobres y oprimidos, y que llama a sus seguidores a hacer lo mismo.
El profeta Isaías lo expresó con claridad: “Aprended a hacer el bien; buscad el juicio, socorred al oprimido; haced justicia al huérfano, abogad por la viuda.” Is 1,17
Desde esta perspectiva, ser personas de fe implica un compromiso activo con las causas de los más vulnerables. Implica denunciar sistemas que perpetúan la exclusión, pero también proponer caminos nuevos de equidad, reconciliación y paz.
La justicia desde la fe no se limita a dar limosna, sino que busca transformar las raíces mismas de la injusticia.
La fe también nos enseña que toda persona tiene un valor sagrado, inalienable, porque ha sido creada a imagen y semejanza de Dios; esa dignidad no se gana ni se pierde, no depende de los méritos ni de las condiciones sociales, sino que es inherente a la condición humana.
Defender la dignidad es entonces una tarea urgente en un mundo que descarta a quienes no producen, a quienes piensan diferente o simplemente a quienes estorban; la fe nos llama a mirar con compasión y respeto.
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Promover la dignidad significa crear espacios de inclusión, valorar la diversidad, proteger la vida en todas sus formas; significa también revisar nuestras propias actitudes y prejuicios, y construir relaciones basadas en el respeto mutuo, la escucha y la fraternidad.
La esperanza cristiana no es ingenua ni evasiva, no es cerrar los ojos a la realidad ni minimizar el dolor; muy al contrario, es una esperanza encarnada que nace de la certeza de que, aun en medio del sufrimiento y la muerte, la vida resurge.
Es una esperanza que sostiene a quienes luchan día a día por sobrevivir, a quienes no se resignan ante el mal, a quienes siembran pequeños gestos de bondad en medio del caos.
Pero esta esperanza no es solo consuelo, también es impulso, nos mueve a actuar, a organizarnos, a comprometernos. Nos recuerda que el Reino de Dios ya está presente, aunque no plenamente realizado, y que somos llamados a ser sus constructores aquí y ahora.
En definitiva, la luz que trae la fe no es solo espiritual, sino profundamente práctica; ilumina nuestras decisiones, orienta nuestros compromisos y alimenta nuestra mirada sobre el mundo.
Es una luz que no enceguece, sino que revela; que no idealiza, sino que humaniza; que no se impone, sino que se ofrece con humildad y ternura.
Frente a la oscuridad que a veces parece imponerse, los creyentes estamos llamados a ser portadores de luz, a encender pequeñas llamas de justicia, dignidad y esperanza en nuestro entorno; a ser, como decía Jesús...
“Vosotros sois la sal de la tierra. Pero, si la sal se vuelve insípida, ¿cómo recobrará su sabor? ya no sirve para nada, sino para que la gente la deseche y la pisotee. Vosotros sois la luz del mundo”. Mt 5,13-14
Que nuestra fe no sea refugio para escapar de la realidad actual de nuestro mundo, sino motor para transformarlo. Que seamos luz en la oscuridad, no desde la superioridad, sino desde el amor.
Porque cuando actuamos con justicia, honramos la dignidad de los demás y sembramos esperanza, Dios mismo se hace presente entre nosotros.
Jesús no fue indiferente ante el sufrimiento humano; tocó al leproso, lloró con los que lloran, defendió a la mujer acusada, abrazó a los niños, alimentó a los hambrientos, desafió a los poderosos y se solidarizó con los excluidos.
Desde esta mirada, los derechos humanos no son una agenda ideológica, sino un reflejo del Evangelio vivido con coherencia. Y los problemas sociales actuales no deben alejarnos de la fe, sino impulsarnos a una fe más encarnada, comprometida y profética.
No podemos cambiar el mundo solos, pero sí podemos ser un pequeño reflejo del Reino de Dios allí donde estemos. Ser discípulos de Jesús hoy implica escuchar el clamor de los oprimidos, actuar con compasión, denunciar la injusticia y caminar con los que sufren.
La fe no es una burbuja donde refugiarnos, sino una llama que nos lanza al mundo para iluminar con esperanza.
Como cristianos ¿qué pide el Señor de nosotros?
Tan sencillo y a la vez tan difícil como las palabras de Miqueas 6:8... "¡Qué pide de ti el Señor? Solo hacer justicia, amar la misericordia, y humillarte ante tu Dios."
Y por supuesto no olvidar jamás las palabras del propio Jesús en Mateo 11:28... "Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, que yo os haré descansar."
¡Que podamos hacer de esto una realidad, como verdaderos hijos de Dios!
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