El País ha publicado en su edición de este sábado un bochornoso artículo sobre el crecimiento de iglesias evangélicas en la zona de Carabanchel.
Ni el paradigma tridentino ni los diversos caminos sinodales queridos por el Papa Francisco indican un giro evangélico en la Iglesia de Roma.
Durante siglos, el catolicismo romano ha considerado a Tomás de Aquino como su campeón.
La verdadera reforma requiere abandonar todo lo que Roma ha añadido a la fe evangélica para volver a la fe bíblica.
Tras cada caída y después de cada fracaso, el Dios de toda gracia y misericordia siempre aparece para levantarnos.
Roma teme que el péndulo de la catolicidad rompa el marco del romanismo.
Los que más le querían le recomendaron que no dejase de pasar por los tres arcos de triunfo.
A través de la reestructuración de la Curia Romana, la evangelización y la misión están ahora en el centro institucional del Vaticano.
Estamos tratando con un eje fundamental del catolicismo romano tradicional con el imprimatur, es decir, el sello de aprobación del magisterio.
Esta comprensión diferente del impacto del pecado significa que la gracia encuentra en la naturaleza una actitud receptiva, que permite el optimismo humanista del catolicismo romano.
Más de 300 evangélicos participaron en un encuentro de oración con paradas en los lugares más significativos de la vida social y cultural de Roma.
La liquidez de Francisco no es más que una versión pálida de la turbo-liquidez que viene de la Alemania católica.
El acto de consagración al Inmaculado Corazón de María debería dejar boquiabiertos a todos los evangélicos que, en los últimos años, se han emocionado al ver en el Papa Francisco a un “creyente” cercano a la fe evangélica.
En la Eucaristía, el catolicismo romano pone en juego toda su cosmovisión: su visión de la realidad tocada pero no empañada por el pecado, la extensión de la encarnación en la iglesia, la divinización del hombre.
Muchos católico romanos (y también muchos observadores no católicos), están perplejos, si no consternados, por un Papa que parece decir y no decir, argumentar a favor de algo y socavarlo, afirmar una posición y contradecirla al siguiente suspiro.
El hecho de que Al Mohler diga que el catolicismo romano es una “tentación” es una señal de vigilancia espiritual que se agradece.
Roma no es un lugar mejor porque ha creado un sistema teológico que no está comprometido con la sola Escritura, ni con Cristo solo ni con la sola fe.
La distinción entre Creador y criatura es decisiva para no caer en la trampa de elevar la iglesia a un cuerpo cuasi divino.
El catolicismo romano no ha sido capaz de hacer frente al individualismo contemporáneo, al libertinaje sexual y al consumismo desenfrenado y globalizado.
Esta pregunta no la hace un secularista amargado ni siquiera un avezado corredor de apuestas sino el devoto erudito católico romano George Weigel, antiguo biógrafo de Juan Pablo II.
Stott no escribió un libro sobre el catolicismo y, por tanto, no tuvo la oportunidad de desarrollar su análisis en profundidad. Sin embargo, hay huellas significativas en sus libros y en las iniciativas en las que tuvo un papel destacado que se pueden valorar.
Imaginar la teología de hoy y de mañana sigue siendo un reto arduo para los teólogos católicos. La simple reiteración de los relatos y las respuestas tradicionales no encajan.
El tomismo no tiene una comprensión trágica del pecado y sus consecuencias. Por lo mismo, la relación entre la naturaleza y la gracia en el catolicismo romano tomista subestima los efectos del pecado y tiene una visión optimista de las capacidades humanas.
Las fuentes del pensamiento de Dante son, por un lado, la herencia clásica grecorromana, y por el otro, la bíblica interpretada según los cánones del cristianismo medieval.
El discurso del Papa socava el “escándalo” cristiano según el cual Jesucristo es el único camino hacia el Padre (Juan 14:6) y, al mismo tiempo, los discípulos de Cristo están llamados a vivir en paz con todos (Romanos 12:8).
En este documento encontramos la doctrina tradicional que los reformadores del siglo XVI y los evangélicos de los siglos siguientes rechazaron, es decir, la Escritura está con y bajo la Tradición de la Iglesia pasada y presente.
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