Uno de los mayores peligros que puede haber no es morder el polvo en la derrota, sino confiarse en la sucesión de victorias.
Contrariamente a su costumbre de estar dirigiendo a sus tropas, esta vez el rey decidió no hacerlo, quedándose en Jerusalén. Tal vez pensó que concederse una indulgencia, tras largos años de combates y enfrentamientos, era un merecimiento adquirido, pues, después de todo, se había ganado el derecho a tener un respiro, si bien sus hombres estaban en el frente de batalla. Además, pudo pensar, que la serie ininterrumpida de triunfos militares ya eran una constante que se seguiría repitiendo, sin más, aunque él no estuviera con sus soldados. Y es que uno de los mayores peligros que puede haber no es morder el polvo en la derrota, sino confiarse en la sucesión de victorias. Entonces es cuando, de forma insospechada, se es más vulnerable que nunca, precisamente porque se está creyendo que se es invulnerable.
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Y entonces fue cuando se le presentó la ocasión por medio de aquella mujer tan hermosa, a la que contempló mientras se estaba bañando. El hombre que había vencido en múltiples dificultades, algunas de ellas abrumadoras, ante fuerzas y enemigos muy grandes, hasta descomunales, que estaba acostumbrado a soportar penurias y ataques de adversarios que buscaban su destrucción, no fue capaz de rechazar aquella tentación, siendo vencido por ella.
Y del mismo modo que se había concedido una licencia al no ir al campo de batalla, se concedió otra más, al albergar en su corazón la codicia por aquella mujer. Una relajación lleva a otra. Y así como el hecho de ser rey parecía darle derecho a no ir al frente de batalla ¿no cabría aplicar la misma regla hacia aquella mujer? Es decir, el derecho de poder tomarla, dado que era el rey. A estas alturas todos los muros defensivos en su mente y voluntad habían sido superados, de modo que lo único que le faltaba era consumar el acto.
Pero para que ese acto se consumara se requería la participación de las dos partes, no solamente de una. Aunque el rey hubiera querido, si ella no hubiera querido el acto no se habría producido. Es verdad que el rey tenía el poder de su parte, pero ella tenía la razón del suyo, porque estaba casada. Sin embargo, no esgrimió esa razón para negarse, por lo cual su participación fue voluntaria e incluso es factible pensar que esta mujer, al ser pretendida nada menos que por el rey, abrigara en su corazón un sentimiento de engreimiento y vanidad, porque el rey había sucumbido a su belleza. Ella era mujer de uno de los generales del rey, de uno de sus treinta valientes, pero ahora había sido solicitada por el mismo rey.
Aquí no se trataba de una violación, en la que una parte es culpable y la otra inocente, sino que se trataba de un furtivo encuentro entre dos, sabedores ambos de que lo que estaban haciendo era una violación de la ley humana y la ley divina. La inocencia estaba ausente y la culpa presente. En los dos.
Una vez consumado el acto, la mujer se purificó de su inmundicia y se volvió a su casa. Llama la atención el cuidado que tuvo para cumplir con el ordenamiento ceremonial, que consistía en lavarse con agua, según lo estipulado en Levítico 15:18. Es como si todo quedara solucionado con el baño ritual, como si la mancha interior se lavara con el agua física, como si la traición hacia su marido se cancelara con una purificación exterior. Fue el intento, vano, de quitar su pecado mediante un procedimiento externo, imaginando que así su adulterio había sido anulado. Pero es imposible que lavándose con agua se limpie la inmundicia del corazón, porque lo externo solamente puede actuar sobre lo externo. Para lo interno hace falta mucho más que lo externo, ya que es imposible justificar la iniquidad y acallar la conciencia, echando mano de una formalidad rutinaria.
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Hay un tweet de Dios que dice lo siguiente: ‘El proceder de la mujer adúltera es así: Come y limpia su boca y dice: No he hecho maldad.’ (Proverbios 30:20). Aquí tenemos el caso de alguien que ha transgredido mediante un acto, pero inmediatamente actúa con otro acto para borrar las huellas de su pecado, igual que hizo la mujer que adulteró con el rey. Pero una cosa es borrar las huellas del pecado y otra, muy distinta, borrar el pecado mismo. Pero además, la transgresora del pasaje también proclama al instante su inocencia, negando su pecado. Y así es como la transgresión justificada conduce al negacionismo, que es el rechazo de la culpa y, por tanto, de la responsabilidad de dar cuentas por ella.
Vivimos en un mundo que ha tomado la bandera del negacionismo moral, imaginando que tal bandera le exime de su culpabilidad. Pero del mismo modo que el imputado en una causa penal no puede ser el juez de su propia causa, así el negacionista tampoco tiene la facultad de absolverse a sí mismo. Más bien, ese mismo hecho le condena.
Solamente hay una vía segura para recibir el perdón del pecado: ‘Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad.’ (1 Juan 1:10).
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