Nadie más que Él podría tener el verdadero derecho de volcar Su desprecio sobre nosotros, hayamos hecho lo que hayamos hecho.
Con todo lo acontecido durante la presente semana a colación del fallecimiento de la señora Rita Barberá, nos hemos encontrado inmersos en una polémica que promete seguir llenando los espacios de los medios de comunicación durante las próximas semanas, a no ser que otro meteorito informativo eclipse a este.
Pudiera ser… la vida nos trae, para nuestra sorpresa, carambolas como estas. Cuando se recibió la noticia de la muerte de la senadora estos días atrás, parecía tan inverosímil que casi se prestaba a pensar en posibles teorías conspiratorias. El cine quizá hace mucho mal, dicen algunos, pero reconociendo que tantas veces la realidad supera con creces a la ficción, uno se siente en el derecho de pensar casi cualquier cosa.
Teorías conspiratorias aparte, yo me creo el deceso y, sin embargo, me resulta mucho más difícil entender o creerme actitudes de unos y otros alrededor de la cuestión del fallecimiento en sí. El dichoso minuto de silencio en el parlamento y el senado, desde luego, está dando mucho juego, aunque creo que, principalmente, porque a muchos les cuesta separar persona y conducta, y porque a otros tantos les viene bien usar lo sucedido en la dirección que más les conviene.
Al final, lo de menos es la muerte en sí o la persona en sí. Es decir, la persona siempre es persona y está en dignidad por encima de su conducta, que puede ser absolutamente indigna. Eso no resta dignidad, por supuesto, a la que tienen las víctimas de los abusos de otros y otras. Y a ellos hay que protegerles. Pero eso no se hace necesariamente negando un minuto de silencio a nadie.
Esa es la grandeza y la servidumbre de un estado de derecho. Que todos somos personas a respetar que realizan conductas nada respetables, cada uno al nivel que se le deja, o que su conciencia le permite.
No tenía yo especiales afinidades con la señora Barberá, créanme. Más bien albergaba todas mis dudas sobre su conducta, y lo sigo haciendo, a la espera de que la justicia se pronuncie, que no sé si lo hará, porque nos empeñamos en encumbrar a los altares a toda persona que fallece. El otro extremo de lo anterior, vamos. Y seguramente seguiré con ciertas dudas después de que los jugados opinen, me temo, porque la justicia humana no suele ser lo que debería ser…
Pero no puedo dejar de ver la tragedia de la desaparición de una persona y no quiero olvidar la dignidad que Dios le asigna a una vida, sea cual sea ésta, fuera cual fuera la conducta en cuestión. Esa dignidad va, por supuesto, mucho más allá de los derechos que le otorga nuestra constitución o el tipo de estado en el que nos movemos. Evidentemente que parto de una visión cristiana de las personas. Nada más faltaba, siendo yo cristiana y el medio para el que escribo también.
Pero no dejo de ver lo que de oscuro guardara esta persona, que no dista mucho de todo lo oscuro que guardamos cada cual y por ello no dejo de reconocer que su pérdida, como la de cualquier ser humano, es una tragedia en sí misma.
Al escuchar esta semana algunas argumentaciones respecto al minuto de silencio y la legitimidad de no llevarlo a cabo (que, efectivamente, es una opción que respeto, pero que no comparto) pareciera que ninguno tiene cadáver alguno en sus armarios, cosa que honestamente me cuesta mucho creer. Porque todos tenemos los nuestros: cosas de las que nos avergonzamos, que no hemos sacado a la luz, abusos que cometemos respecto a quienes nos lo permiten, pecados de acción o de omisión… y que no sacaremos a no ser que alguien nos ponga colorados y contra las cuerdas.
Porque esa es la naturaleza humana. El mal no es cosa de unos pocos. Es de todos y todas. Pero como resulta que vivimos en un país cada vez más laico y secularizado (que, por supuesto, es una opción, como la cuestión del minuto de silencio), el tema de la separación entre persona, conducta y dignidad-indignidad de ambas no siempre lo entendemos del todo. Y lo mezclamos porque no sabemos compaginarlo sin dinamitar uno de los componentes de ese difícil equilibrio en el que ambas cosas pueden convivir.
Así la cuestión, nos vemos a nosotros buenos y a los demás más malos que nosotros, cuando Dios nos ve a todos como dignos de la peor de las penas, la muerte. No es que somos buenos por naturaleza y algunos se corrompieron después. Somos todos malos y algunos, efectivamente, se corrompen más que otros. Pero los menos corrompidos no lo pueden achacar a su bondad natural, sino a la gracia y misericordia que Dios ha tenido a bien depositar sobre ellos para que no se despeñen tanto o tan rápido como otros.
Ahí aparece la cuestión, no solo de la misericordia, que se hubiera agradecido bastante en el minuto de silencio (aunque luego se hubiera podido hacer la apreciación correspondiente respecto a la conducta de Barberá, que la situación lo demandaba sin duda, y ¡qué diferente hubiera sido el discurso!), sino de la gracia. Misericordia por no darle lo que quizá merecía en términos de desprecio o denuncia de su conducta, gracia por darle lo que no merecía en términos de reconocimiento de su dignidad intrínseca como persona más allá de su conducta.
Como los emperadores romanos de la Roma clásica, podemos escoger entre bajar el pulgar ante el gladiador abatido, o podemos levantarlo en un gesto de misericordia. Ya sabemos que las normas del juego nos permiten bajarlo… pero si algo nos reconcilia con la vida es la posibilidad de que un ser humano pueda tener un gesto de generosidad con alguien que, seguramente, como tú o como yo, no se lo merece.
Ahora bien, para poder ver todo esto, hemos debido ser alcanzados primero por una misericordia y una gracia sin medida. Una que no se conforma con “justicia” en ese sentido cortante y legalista que a veces la entendemos. Solo hay que leerse muy por encima el Sermón del Monte para poder ver algo de esa gracia y misericordia a la que también nosotros somos llamados.
Y no me malentiendan: claro que hemos de sentirnos ofendidos por las conductas inadecuadas e injustas. Dios lo hace, por eso rechaza el pecado y la reiterada ofensa sobre Su persona y las demás. Y por eso, cuando demos cuentas, no todos pasarán la criba airosamente como creen, a no ser que todos hayan aceptado que Otro en su lugar haya pagado la deuda impagable de nuestras ofensas.
Nadie más que Él podría tener el verdadero derecho de volcar Su desprecio sobre nosotros, hayamos hecho lo que hayamos hecho. Pero el Evangelio nos muestra un Dios que, lejos de hacer esto, mantiene Su ofensa respecto del pecado cometido, pero muere en forma humana por la persona, para rescate de todo el que quiera aceptar esa gracia.
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