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Verdadero miedo

Reaccionamos con miedo ante los que nos hacen bien, porque el bien tiene un potencial y un peso en las vidas de las personas que verdaderamente asusta

EL ESPEJO AUTOR Lidia Martín 19 DE NOVIEMBRE DE 2016 22:50 h

Me enfrenté esta mañana, nada más levantarme, a una de esas preguntas que los niños nos hacen y que, rápidamente, nos ponen a pensar: “¿Por qué la gente, aunque sabe que Jesús murió por ellos (NOTA: Les están explicando las diferentes religiones en su clase de Ciencias Sociales, con lo que descubre que la gente sabe mucho más de Jesús de lo que ella pensaba) no le buscan y le quieren?”.



Tal cual. Sin anestesia. Porque así son los niños y porque, en muchas ocasiones, ellos son los que hacen las preguntas verdaderamente trascendentes. Parece un sinsentido, y efectivamente, en un sentido trascendente y absoluto, valga la repetición, lo es. Pero hay razones ocultas -o no tan ocultas- tras esas reacciones “incomprensibles” frente al amor de Dios y Su entrega.



Seríamos unos ingenuos si esperáramos que Jesús produjera las mismas reacciones en todo el mundo, y más ingenuos aún si esperáramos que todo el mundo le amara, le aclamara como Rey, o rindiera sus vidas para que Él hiciera con ellas lo que quisiera (nada malo, por cierto, cuando ha estado dispuesto a dar Su vida por nosotros).



Pero así somos nosotros: reaccionamos con miedo ante los que nos hacen bien, porque el bien tiene un potencial y un peso en las vidas de las personas que verdaderamente asusta. Y, principalmente, por dos razones: porque no lo entendemos, no estamos acostumbrados, y porque nos compromete.



Son muchas las personas que en los evangelios quedan retratadas por sus reacciones de miedo. Nosotros mismos hubiéramos quedado también retratados si hubiéramos vivido aquella época con Jesús. Nuestras reacciones hubieran sido las mismas o muy similares, y explorar en sus vidas no es más que una herramienta para poder explorar en las nuestras. Pero lo que subyace a cada uno de esos miedos no es siempre lo mismo.



El evangelio de Marcos hace dos relatos muy próximos en el tiempo que ponen el ojo y la atención en varias reacciones de pánico, cada una de ellas por diversas razones. Jesús crea miedo en varios de los personajes reflejados en esas historias por motivos distintos. Y ese miedo significa también cosas muy diferentes en cada caso.



Ambas historias se dan alrededor de un lago, para pasar “al otro lado” después de un día duro de trabajo para Jesús y los Suyos, rodeados de la multitud… (Mr. 4:35-5:20)




  • Jesús necesitaba descanso, alejarse, dormir… y una tormenta se desata durante la travesía, llevando a los discípulos al terror absoluto por las posibilidades reales de perder la vida. Reprochan al Señor Jesús su indiferencia (¿quizá era plena tranquilidad y ver a Jesús durmiendo en plena tormenta es la imagen más clara de lo que significa verdaderamente la absoluta confianza en el poder y soberanía de Dios?). Pero cuando Jesús calma el viento y las aguas, dejan de temer a la tormenta para temerle a Él aún más de lo que habían temido a los elementos. “¿Quién es este, que aun los vientos y el mar le obedecen?” (Mr. 4:41).

  • Al otro lado, poco después, a quien encuentran es a un hombre endemoniado, gobernado y enmudecido por una legión de seres espirituales malignos que despiadadamente le atormentan. Los propios espíritus, en medio de un talante retador frente a Jesús, también le temen, porque saben que Él como Dios, como Hijo del Dios Altísimo, tal como ellos reconocen, tiene el poder de devolverles al abismo donde serán atormentados. Pero no es la reacción de los demonios la que llama mi atención aquí, sino más bien la de las personas de aquel lugar a quienes el suceso con el hombre endemoniado no había podido dejar indiferentes. El despeñamiento y ahogamiento de la piara de cerdos había tocado directamente el corazón de sus intereses: los aspectos materiales y concretos de sus vidas cotidianas. Habían perdido desde que Jesús había llegado a aquel lugar. Que el hombre endemoniado hubiera ganado era lo de menos. No era el hombre lo que les preocupaba –nunca lo había hecho: se dedicaban a retenerlo sin éxito, pero poco más. Ni siquiera les inquietaba, como a los discípulos, la incertidumbre acerca del poder de Jesús, o la fuente misma de ese poder. Lo que temían profundamente era lo que podía suceder si Jesús seguía permaneciendo en aquel lugar, uno de muerte y destrucción, pero al cual se habían acostumbrado.



Así resulta ser, tal como yo lo veo, que las reacciones de las personas no han cambiado demasiado con el paso del tiempo, de los siglos o los milenios…




  • Jesús puede producir en algunos admiración, como puede producirla Martin Luther King, Gandhi o Teresa de Calcuta. Pero la admiración no deja de ser algo bastante pobre si no genera un cambio profundo. Esa admiración, en otras palabras, no basta. Jesús es un maestro admirado por el Islam o el Judaísmo, sin ir más lejos, pero no cambia las vidas por ello.

  • El miedo reverencial quizá, como en el caso de los discípulos, puede llevarles a hacerse preguntas y permanecer cerca de quien les produce ese miedo porque intuyen que, aunque desde el desconocimiento y sabiendo solo que es algo o Alguien que les trasciende, saben que Sus obras son de bien y no de mal. En ese sentido, los discípulos estaban dispuestos a asumir el miedo y la incertidumbre a cambio de conocer más de ese Jesús que tenía poder sobre la tormenta.

  • Pero cuando somos conscientes de que el poder de Dios y particularmente la obra salvífica de la cruz va a remover desde los cimientos nuestras vidas, dejando a la luz lo que no queremos ver o que sea visto, suponiendo cambios de fondo que no estamos dispuestos a asumir, interfiriendo en la gestión de nuestro tiempo, relaciones o posesiones, el miedo que eso nos produce, o quizá debiera decir el rechazo que eso provoca, nos aleja como nunca de las proximidades del Maestro. Como aquellos en el pueblo del endemoniado, le decimos abiertamente a Jesús que no le queremos aquí, sino que tiene que marcharse, por muy bueno que sea lo que trae para nosotros.



Jesús no forzó a nadie, como no nos fuerza a nosotros hoy. Más bien marchó, pero no dejó a aquellas personas a su suerte, sino que les mostró Su misericordia mandando de vuelta al que había sido endemoniado con un corazón y vida regenerados, de forma que pudiera compartir con ellos las bondades y maravillas de lo que el Señor había hecho con él. ¡Qué torpes somos a menudo al rechazar lo que de bueno el Señor quiere darnos, simplemente para conformarnos con migajas!



Todos los miedos no son iguales… pero el amor de Jesús entonces y ahora sigue siendo el mismo, profundo, desde la cercanía y desde la distancia, procurando alcanzarnos a pesar nuestro, a pesar de nuestras esclavitudes voluntarias… a pesar de los miedos que no son verdadero miedo, sino otra forma cualquiera de rechazo disfrazado ante una bondad que no comprendemos.


 

 


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