Nosotros mismos somos el elemento que más nos desconcierta de este mundo.
¿Quién, que alguna vez se haya detenido a observar los rostros y los sucesos de esta vida, no ha llorado después, y se ha compungido, se ha abrumado y se ha venido abajo? ¿Y quién, que también haya dedicado tiempo en algún momento para pensar acerca de todos los acontecimientos ocurridos en el transcurso de su propia vida, no ha tenido una sensación, por leve que sea, de pequeñez y de irrelevancia?
Olive Kitteridge desde luego que sí. Esta maestra de primaria, depresiva crónica, infiel y rígida en su expresión, que protagoniza la novel homónima de Elizabeth Strout, ganadora del Pullitzer de ficción en 2009, y que HBO ha convertido posteriormente en una miniserie de cuatro capítulos, es uno de los personajes contemporáneos que encarna con especial sensibilidad las contradicciones que afectan al género humano, en general.
Al carácter de la historia en sí, y la identidad de un personaje atípico que se esfuerza en parecer común, se le suma, en la producción de HBO, en la que participa Tom Hanks, la sólida interpretación de Frances McDormand (Óscar a la mejor actriz en 1996, por Fargo, y en 2017, por Tres anuncios en las afueras). El resultado es el de una representación estremecedora de la vida, que combina el reflejo del sufrimiento rutinario, a veces rozando el límite del morbo, con el talante inadvertido de lo cómico, sin embargo siempre presente, a través de una familia de clase media de Maine.
[photo_footer]Uno de los aspectos llamativos del efecto de Olive Kitteridge es que la reflexión se produce desde una historia aparentemente rutinaria./Fotograma de la serie de HBO[/photo_footer]
Con Kitteridge, es fácil asentarse en una primera impresión que la considera como una bruja insensible, incapaz de sentir un amor sincero por algo de lo que la rodea y abocada a una depresión en la que parece sentirse como su hábitat natural. Sin embargo, pronto nos sitúa en la perspectiva de no dar tanta importancia a esa clase de detalles y de reconocer que nuestra aparente normalidad es, en base, otra expresión de la misma realidad de la que parte ella.
Y esa ‘realidad normal’ es que nosotros somos nuestra mayor turbación. No es que lo hayamos ido siendo de forma progresiva e imperceptible. Desde luego que los detalles han variado y lo siguen haciendo. Por eso, la situación de una maestra de primaria depresiva y hastiada en el contexto de la costa noreste de Estados Unidos es tan parecida y, a la vez, diferente de la del joven danés de Per el afortunado, cuya ambición acaba conduciéndolo a un caos existencial.
Damos importancia a todos esos detalles porque nos parece que forman el conjunto de nuestra expresión mientras vivimos, pero en realidad tenemos más o menos presente que lo que nos turba es el descubrimiento constante de lo que somos, el recuerdo de una caída, un movimiento de tambaleo constante, la repetición de un derrumbe.
[photo_footer]En Olive Kitteridge, los humanos aparecemos como lo más desconcertante de un mundo que desconcierta./Fotograma de la serie de HBO[/photo_footer]
Como Kitteridge, somos capaces de desarrollar gustos por la jardinería y por la moda, un interés sincero por el bienestar de otras personas a las que identificamos en una situación de mayor vulnerabilidad, un amor sincero por un esposo o una esposa, pero en todo ello acabamos descubriendo que no son propiamente las circunstancias de nuestros contextos las que determinan nuestro fracaso permanente, sino nuestra condición en sí.
Que, a pesar de los conjuntos de datos que se esfuerzan en ubicar la mayor tasa de felicidad en un determinado país o en otro, la soledad en la costa de Maine no nos hace ni más ni menos proclives a la infidelidad que la depresión a orillas del Mediterráneo. Por eso, cuando en un escena Kitteridge dice que “este mundo me desconcierta”, da pie para interpretar que no está hablando solo de la jardinería, ni de Maine, ni del precioso bosque por el que pasea, ni de su anómalo compañero de vejez al que da vida Bill Murray, sino de ella misma. De nosotros mismos como el elemento que más nos desconcierta de este mundo, en el que hemos transformado lo bello en horrible, lo caído en un símbolo de nuestra grandeza mísera y lo definido en un desconcierto que pesa. Que pesa y duele.
“Tan solo he hallado lo siguiente”, decía el estudioso y observador de la vida Salomón. “Que Dios hizo perfecto al género humano, pero este se ha buscado demasiadas complicaciones” (Eclesiastés 7:29).
¿Quién no se ha venido abajo alguna vez al contemplar tanto desconcierto, al verse a sí mismo como el mayor de los desconciertos? Los corazones que, endurecidos como las rocas, miran impertérritos desde su ‘Maine’ particular, desde luego que no. Necesitamos reconocer nuestra pequeñez ante este mundo de desconciertos, de los cuales somos el mayor de todos.
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