El País ha publicado en su edición de este sábado un bochornoso artículo sobre el crecimiento de iglesias evangélicas en la zona de Carabanchel.
Vivimos basados en equilibrios frágiles, que se rompen fácilmente, y cuando se quiebran, solo pueden dar paso a la vista de nuestra inercia decadente.
Desde este 1 de enero de 2025 Soriano asume el pastorado de la Iglesia Llibertat en Santo Boi de Llobregat.
Despojados de nuestras máscaras y personajes, solo quedamos nosotros mismos, lo que somos, frente al único tipo de “locura” que nos podemos permitir: el evangelio.
Tras la caída del régimen de al-Asad, regresan a la memoria casos como los de Libia o Irak, donde la guerra no ha dado lugar a gobiernos estables.
Si el tronco de nuestra vida es el guion, bien redactado y ordenado, en los márgenes se encuentran todas aquellas anotaciones que nos recuerdan el fin de la misma que provoca el pecado.
Solamente huyendo de la superficialidad que parece caracterizar buena parte de nuestras relaciones y reflexiones, podemos hallar sentido a la agonía que nos alcanza.
Una conciencia transformada por la verdad del evangelio no puede limitarse en un mundo plagado de limitaciones. Y quienes la poseen alcanzan a ser esos “luminares en el mundo”.
Para Nicholas Winton, “si algo no era imposible, entonces debía haber una forma de hacerlo”. Estos son los únicos que ganan, los que en medio de la muerte traen vida. Y Cristo, como dice la Palabra, es las primicias.
La exposición de nuestra tendencia al victimismo es tema común en la literatura y el cine. En su última película, Ruben Östlund recrea escenarios tópicos de forma poco convencional.
Si, incluso, hasta el concepto de verdad se puede debatir, eso significa que somos la civilización más pobre que ha existido.
Es esa voluntad de mantenernos, de conservarnos tal cual somos y estamos, lo que nos genera la angustia de no querer perder la vida. Ahí, dice el evangelio, la diferencia entre salvar y perder es inexistente.
Plasmamos en objetos, lugares e incluso personas lo más íntimo de nuestros anhelos, aunque en realidad los reconocemos en nosotros mismos.
Nos obsesionamos por lo complejo, hasta el punto de dedicar nuestra vida por completo para alcanzarlo, pero repelemos lo sencillo, casi como algo despreciable.
Legitimamos nuestras protestas y reivindicaciones desde una idea muy particular de la justicia. Una lástima que esto no se corresponda con la organización de nuestro estilo de vida, en general.
Para muchos, su historia tiene que ver sobre todo con el perdón. Y no es para menos. Sin embargo, la historia de Phuc también permite desarrollar una reflexión más profunda sobre el problema del mal en el mundo y la forma de entenderlo desde una cosmovisión bíblica.
A veces, la visión de las puertas mismas del Hades abruma. Pero Dios, en su Palabra, contempla promesa, incluso ante el mismo rostro de la muerte y la espada. Incluso ante la faz del dragón.
Quizá uno de nuestros mayores engaños sea el de pensar que el poder corrompe, como si solamente llegáramos a ser fatídicos en el momento de gobernar. Nuestras miserias no las hacen las corbatas ni los tacones de aguja.
Al valorar el mal, siempre nos ubicamos en la posición del juez que observa lo que está ocurriendo delante de él. Nuestro problema es que, por nosotros mismos, nuestros criterios son siempre defectuosos.
Aunque muchos abordan la película de Munier y Amiguet desde la propia lectura de la contemplación que realiza el escritor Sylvain Tesson, a mí me hace pensar en la idea de la quietud bíblica.
A menudo, la gran pantalla nos transmite la visión del amor como un accidente del azar o una casualidad en el tiempo y el espacio. Nada más lejos. El amor es una decisión.
Traicionados por nuestros amores obsoletos a los que nos arraigamos sin cuestionar, aparece ante nosotros la idea de un amor perfeccionado, el amor de Cristo, profundo, ancho, elevado y longevo.
Es la dependencia de su hacer, y no la dependencia de nuestras ‘capacidades’, lo que desarrolla en cada uno un entendimiento profundo del proceso de santificación.
Podemos permitirnos cierto aborrecimiento, como le ocurría al autor de Eclesiastés, pero siempre debemos progresar hacia la esperanza.
El monopolio del poder y la violencia mueve los deseos desde siempre. Dominar, y no ser dominados, ha sido nuestra lucha cósmica. Pero Dios ha obrado para imputar verdadera justicia.
No hay nada como una expectativa de justicia insatisfecha. Por mucho que pretendamos acostumbrarnos a ello, somos buscadores natos de retribución.
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