Muy pocas veces hablamos desde nuestros púlpitos de la fe en su dimensión y perspectiva social. La espiritualizamos hasta desencarnarla. También hablamos poco de la vertiente social del amor, aunque quizás lo veamos un poco más lógico, aunque ambos, fe y amor, están coimplicados en la Biblia desde el momento que la fe actúa a través del amor como dice el Apóstol Pablo, texto que también nos deja ver la dimensión actuante y social de la misma fe. Una fe que tiene siempre que estar encarnada en nuestro aquí y nuestro ahora.
Predicamos, en muchos casos, un evangelio demasiado individualista. El individualismo que vivimos en el seno de la iglesia desde el cual intentamos vivir también la espiritualidad cristiana, condiciona la forma de vivir nuestra fe. Es entonces cuando la forma de vivir la espiritualidad cristiana es de autogoce, de autofelicidad y de autodisfrute, quedando inhabilitados para que la nuestra fe actúe a través del amor e impidiendo que seamos manos tendidas a los pobres, a los oprimidos, a los marginados, a los desclasados, a los proscritos de la tierra.
Perdemos el concepto de projimidad que nos ha dejado Jesús. Nuestra fe y nuestro amor quedan desencarnados.
La dimensión social del amor proviene del hecho de que
Dios es el Padre nuestro que nos hermana a todos. Además, si Dios es amor y se revela en la figura de Jesús con sus prioridades y estilos de vida en compromiso con los pobres, con los débiles del mundo, al recibir nosotros ese amor de Dios por la fe, debemos seguir sus pisadas en compromiso de acción en el servicio al prójimo.
La fe, al actuar por el amor, recibe también esa dimensión social imprescindible de vivirla y no mutilarla en la vida cristiana. La fe tiene que estar encarnada en nuestra realidad diaria.
Dios sufre y no puede sentirse alabado ni servido por un pueblo que mira impasible, dentro de las cuatro paredes de su casa o de su templo, como sufren los hombres, sus hermanos, los que como ellos mismos son hijos del mismo Padre. Así,
un hijo de Dios que quiere vivir su fe actuando a través del amor de Dios que ha sido derramado en su corazón, no puede estar impasible ni pasar de largo ante el sacrificio u holocausto de tantas víctimas en el mundo sumidas en el no ser de la pobreza, reducidas a ese sobrante humano sufriente con el que nadie cuenta.
El corazón de un creyente de fe activa y comprometida tiene que sentirse movido a misericordia y darse cuenta que
el destino de los bienes del planeta pertenecen a todos, trabajar de forma comprometida y radical para que sus hermanos puedan vivir en dignidad y en justicia. No hay otro camino para el cristiano no sea que algún día se nos diga la frase bíblica: “Tuve hambre y no me disteis de comer” aunque nosotros, de forma insolidaria y sumidos en inconsciencia en el pecado de omisión podamos preguntar “¿Señor, cuándo?”. Esa inconsciencia de estar sumidos en el pecado de omisión de la ayuda y en la insolidaridad, no nos librará ni nos servirá de escusa. Nuestra fe y nuestro amor han estado desencarnados.
Otra vez podemos entrar en el tema de que la radicalidad y la vehemencia con el que tenemos que defender, en justicia, el destino universal y para todos de los bienes del planeta tierra. Estos desequilibrios y desfases injustos no se arreglarán sólo a través del simple asistencialismo que hacemos en nuestras iglesias u obras sociales dando algunos alimentos u otros servicios. Hay que entrar, necesariamente, en
otras líneas de trabajo y de acción de nuestra fe a través del amor para buscar justicia y hacer misericordia de forma efectiva para conseguir acercar los valores del Reino de Dios al mundo.
La fe y el amor tienen una dimensión social radical y clara en compromiso con el hombre, con los débiles, pobres y sufrientes de la tierra. La práctica del amor, siguiendo los canales de la fe, tiene que hacerse apoyándose en la justicia, no en la limosna o en el compartir las migajas que nos sobran. Hay que dar un paso más que nos va a enfrentar con la función profética, el surgimiento de voces y manos proféticas en el mundo.
La iglesia tiene que tener cuidado, si quiere transmitir enseñanzas bíblicas en torno a la dimensión social del amor y de la fe, de no dejar entrar en la vida de sus congregaciones los
valores injustos y antibíblicos que paralizan la vivencia de la fe en amor y compromiso social como son la riqueza como prestigio, la impasibilidad ante las injusticias cometidas contra sus hermanos, el dar la espalda a las desigualdades que se ven tanto en el mundo como en el seno de las iglesias donde, en muchos casos, se repiten los esquemas sociales de desigualdad e injusticias entre los hombres,
la indiferencia ante las nuevas esclavitudes representadas en el seno de las congregaciones, el autodisfrute que da la espalda al dolor de los hombres, sus hermanos, como si se estuviera legitimando el estatus quo de una sociedad injusta.
Tenemos que tener cuidado para
no estar legitimando a los que reducen a la pobreza a más de media humanidad, aunque tengamos alguna acción asistencial, que yo defiendo, pero que digo, siguiendo los parámetros bíblicos, que hay que dar un paso más. Hasta la limosna es válida en la Biblia, pero se nos encamina por senderos de búsqueda de justicia y de eliminación de la opresión y de las estructuras injustas que generan tanta pobreza y sufrimiento, estructuras a las que nosotros tenemos que denunciar y trabajar en las líneas proféticas tan claras en el texto bíblico.
Tenemos que ser voces que denuncian y manos comprometidas al sentirnos movidos a misericordia como buenos samaritanos, como buenos prójimos. Eso es encarnar la fe, eso es encarnar el amor.
Puede ser una hipocresía hablar de amor, nombrar al prójimo, hablar de asistencialismo, pero sin asumir auténticos compromisos con la justicia, sin vivir la fe encarnada actuando por el amor, sin darse cuenta de la auténtica dimensión social que la fe y el amor tienen, fe y amor que actúan en unidad, juntos, coimplicados y que sólo los separamos a efectos didácticos y para entendernos.
Así,
la fe, actuando por el amor y asumiendo su dimensión social comprometida con el prójimo, irá abriendo caminos y canales por donde circulen los auténticos valores, los que son contravalores y contracultura con los valores sociales que, desgraciadamente también entran en el seno de nuestras iglesias, los valores del Reino que van a leudar la masa social con valores de justicia y a de amor a los hombres. Ese debe ser el resultado final de la vivencia de nuestra fe en medio de un mundo injusto. La apertura a la trascendencia y a una vida eterna, no elimina nuestra responsabilidad de acción comprometida con el prójimo, sino que la exigen.
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