Afirma que se me nota a leguas que soy contraria al cambio. Y es cierto, lo confieso, yo también lo noto.
Hablo con frecuencia con el Señor y me comunica que está un poco harto de mí, porque tras darme consejos directos y oportunos sobre cómo he de comportarme, me está costando cumplirlos.
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Afirma que se me nota a leguas que soy contraria al cambio. Y es cierto, lo confieso, yo también lo noto. ¿Y por qué lo noto? Porque se me escapan las buenas intenciones no sé por qué agujeros y, por más que les pongo trampas para atraparlas, si consigo alcanzar alguna, se me transforma en falsa apariencia. ¡Cómo me agobia no levantar cabeza en esto de ser buena, en esto de poder llevar a cabo sanos propósitos!
La concordia, por ejemplo, sinónimo de conformidad y unión, es para mí como la silueta de una paloma de la paz pegada a un trozo de cartón piedra, la tengo amojamada.
Si recito y repito concentrada el Padre Nuestro, ya sea con los ojos cerrados, ya los tenga abiertos: no me dejes caer en tentación, no me dejes caer en la tentación, y añado con la buena voluntad de quien tiene el corazón en la mano: libra también a mi prójimo del mal que puedo ocasionarle, veo que ni por asomo el prójimo se libra de mis feas pretensiones.
Cuando bajo una temporada al abismo de los malos pensamientos, reconozco que soy asidua de este lugar, no logro escapar si deseo hacerlo.
Salgo, sí, lo admito. Salgo pero lo hago para volver a caer precipitadamente como quien está enganchada a alguna droga fuerte y sufre el constante mono.
De todo esto, lo que más temo es el contagio que puedo provocar en los otros.
Sé que mortificarme no sirve. La mortificación no vale para nada si no permito que el Padre intervenga en mi vida sin miramientos, porque sé que la ley es espiritual, pero yo, en mi condición humana, estoy vendida como esclava al pecado.
No entiendo lo que me pasa, pues no hago lo que quiero, sino que precisamente aquello que odio es lo que hago. Pero si lo que hago es lo que no quiero hacer, reconozco con ello que la ley es buena, pero en este caso ya no soy quien lo hace, sino el pecado que está en mí.
Porque yo sé que en mí, es decir, en mi débil condición humana, no habita el bien; por eso, aunque tengo el deseo de hacer lo bueno, no soy capaz de hacerlo.
No hago lo bueno que quiero hacer, sino lo malo que no quiero. Ahora bien, si lo que no quiero hacer es lo que hago, ya no soy yo quien lo hace, sino el pecado que está en mí.
Me doy cuenta de que, aun queriendo hacer lo bueno, sólo encuentro lo malo a mi alcance. En mi interior me agrada la ley de Dios; pero veo en mí otra ley, que se opone a mi capacidad de razonar: es la ley del pecado que está en mí y me tiene presa.
¡Desdichada de mí! ¿Quién me librará del poder de la muerte que está en mi cuerpo? Solamente Dios, a quien doy gracias por medio de nuestro Señor Jesucristo. En conclusión: entiendo que debo someterme a la ley de Dios, pero en lo débil de mi condición humana estoy sometida a la ley del pecado. Romanos 7:14-25.
Parafraseo la famosa frase de Martín Lutero que me viene ahora a la memoria: Pensé que la mujer vieja había muerto en las aguas del bautismo. Descubrí que la infeliz sabía nadar. Ahora, tengo que matarla todos los días.
Lo confieso sin tapujos, a esa que habita en mí no hay quien la mate y no puedo más que agradecerle al Señor la infinita misericordia que me tiene.
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