Para que haya justificación tiene que haber primero condenación y para que haya condenación tiene que haber pecado.
Resulta alarmante constatar cómo está habiendo un desplazamiento del lenguaje en lo concerniente al vocablo pecado, que está siendo sustituido por el término error, tanto desde los púlpitos como en la palabra impresa, tanto en programas radiofónicos como en televisivos. El cambio no es inocuo, porque las connotaciones que tiene la expresión pecado no las tiene error. Si pecado está asociado a transgresión, la cual acarrea culpa y ésta conlleva castigo, error no es más que una equivocación o desacierto, que no merece demasiada culpabilidad ni castigo y mientras el error es producto de la ignorancia, el pecado lo es de la voluntad, no siendo igual la responsabilidad adquirida por la primera que por la segunda.
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Es verdad que hay grados de responsabilidad, de acuerdo a la luz y oportunidades que se hayan tenido, de ahí que no sea igual la responsabilidad de Sodoma que la de Capernaúm, pero aunque comparativamente hablando la primera ciudad es menos responsable que la segunda, castigo es el término que Jesús emplea para ambas, lo cual significa que hay culpabilidad en las dos y, por tanto, pecado, en cada una de ellas.
Como estamos viviendo en un mundo en el que buena parte del mismo ha sido modelado bajo el influjo cristiano, no puede esconderse detrás de la excusa de la ignorancia y por tanto sale culpable por el conocimiento que tiene. Es más, como está repudiando ese conocimiento, su culpa procede de una deliberada voluntad de rechazo, no de un ingenuo error.
Si todo nuestro problema se redujera a un asunto de error, entonces no necesitaríamos un Salvador sino a lo sumo un instructor o maestro, que nos diera luz y disipara nuestra ignorancia. Si todo nuestro problema consistiera nada más que en la ignorancia, entonces no haría falta conversión ni arrepentimiento, porque si la ignorancia es falta de conocimiento, nuestra laguna quedaría satisfecha cuando lo recibiéramos. Y si fuera así, ¿qué sentido tendría que Jesús tuviera que morir? Con que hubiera venido al mundo y nos hubiera enseñado, sería suficiente. ¿Qué necesidad había de que fuera a la cruz, si solamente era un problema de error el que había que resolver? ¿Dónde queda la justificación del pecador, si todo se circunscribe al error? Porque para que haya justificación tiene que haber primero condenación y para que haya condenación tiene que haber pecado. ¿Dónde queda la gracia, si no hemos caído tan bajo como para necesitarla?
La realidad es que el corazón humano, en su estado natural, no solamente es engañoso, engañándose y engañando, sino que también es perverso, esto es, maligno. Y ante tal estado de cosas, ante tal enormidad de maldad, rebajar su gravedad hasta dejarla en el nivel del error, solamente se puede atribuir, precisamente, a la extraordinaria capacidad de engaño de la que somos capaces.
La intención que hay detrás de este cambio de palabras, de pecado a error, es no ofender y hacer más aceptable el mensaje cristiano, pero al deformar una noción tan vital, se está deformando también el propio mensaje. Flaco favor se está haciendo a la generación actual, que se está acostumbrando a pensar que, a lo sumo, todo queda reducido a un asunto de equivocación. Gran responsabilidad están adquiriendo todos aquellos que están suavizando los términos, porque, al hacerlo, están presentando otro evangelio.
Por eso es tan importante retener las palabras, por más ofensivas y odiosas que puedan ser actualmente, porque de ello depende la integridad de la verdad, que no puede ser dulcificada sin ser falsificada. La pluralidad con la que la Biblia presenta la palabra que en su término genérico es pecado, es muy abundante. Porque en esa pluralidad están los términos rebelión, transgresión, iniquidad, maldad, impiedad, abominación, culpa, extravío, obstinación, infidelidad, inmundicia… Todos estos términos son crudos, pero realistas y, por tanto, verdaderos, mostrando cómo ve Dios el pecado, no cómo lo ve el hombre.
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Hay un tweet de Dios que dice lo siguiente: ‘Prenderán al impío sus propias iniquidades y retenido será con las cuerdas de su pecado.’ (Proverbios 5:22). No hay eufemismos en el pasaje, nada de lenguaje aceptable para el gusto humano. Todo lo contrario. Porque impío, que es malvado, no admite rebaja moral. Tampoco la admite iniquidad, que es depravación y perversidad. Y ahí aparece también la palabra que ahora se evita, que es pecado.
El texto también muestra una consecuencia que tiene el pecado, consistente en su poder para hacer cautivo al que lo practica, de quien se enseñorea y a quien domina. Un terrible tirano implacable, muy distinto a lo que hace el error, por lo que el verdadero error está en llamar error al pecado. Ten cuidado, no vayas a ser hallado queriendo enmendarle la plana a Dios, sobre un asunto hacia el que se ha pronunciado de manera tan fehaciente.
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