El pecado inevitablemente va a hacer acto de presencia en el discurso, estando la proporción numérica del pecado en relación directa al número de palabras dichas.
Una demostración evidente de que lo que ocurrió en Edén no sólo afectó a sus protagonistas, sino también a toda su descendencia, y que tal consecuencia no se queda circunscrita solamente a tal o cual faceta de la personalidad, quedando otras exentas, sino que en todas se muestra, es factible comprobarlo por nuestra propia experiencia personal. El mal tiene sede y manifestación en cada una de nuestras facultades, tanto en las que conciernen a nuestra interioridad más recóndita como en las que tienen que ver con la exteriorización de nuestro carácter.
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Es debido a esta extensión y profundización de lo malo, que la batalla con nuestras propias fuerzas para combatirlo es una batalla perdida, porque cuando imaginamos que hemos efectuado algún avance o mejora en cierto aspecto, descubrimos que otro frente aparece que no habíamos tenido en cuenta y al prestar atención y centrarnos en este último, el anterior vuelve a resurgir, teniendo que dirigir otra vez nuestros esfuerzos hacia el que creíamos tener controlado, si bien pronto nos percatamos de que un tercero y un cuarto ya se vislumbran en el horizonte, con lo cual la multiplicidad de trincheras a las que acudir a luchar resulta ser abrumadora, haciéndonos caer en la cuenta de que la tarea nos supera.
Aunque en cada ser humano sólo hubiera un punto de debilidad, como en el mito de Aquiles con su talón o en la ficción de Supermán con la kryptonita, su vulnerabilidad ya sería suficiente trabajo que demandaría toda la fuerza necesaria para vigilarlo. Y si bien es verdad que todos tenemos un flanco decididamente débil, que podemos fácilmente reconocer, eso no quiere decir que sea el único. Quien piense que sólo tiene uno, es porque no se da cuenta, o no quiere darse cuenta, de la pluralidad de los mismos.
Si nos fijamos en nuestros pensamientos pronto descubrimos que mucho de lo que en ellos bulle no es precisamente lo mejor, pues fácilmente vagan de acá para allá, cual aves de vuelo cambiante, posándose en cualquier rama que se presente a su paso. Y si los pensamientos son el origen de todo lo demás, lo que surge de ellos queda necesariamente condicionado por su influencia.
Nuestros actos, nuestros hechos, manifiestan tantas veces que el mal no se queda reducido a lo que hay dentro de nosotros, sino que se exterioriza en gestos bien visibles, mediante los cuales hacemos patente a otros nuestro mal proceder, ya sea de forma intencionada o mecánica. El desdén, el rechazo o la antipatía hacia alguien, adquieren su expresión en detalles ostensibles de animosidad, que procuramos se noten, para que sea bien sabido lo que sentimos y no haya dudas al respecto. Es toda una declaración de intenciones, que se efectúa mediante los hechos.
Pero un campo grandemente fructífero para la expresión de lo malo son las palabras dañinas, que son fáciles de pronunciar y transportan un agradable dulzor, tanto para el que las declara como para el que las recibe, aunque mezclado con esa dulzura va un veneno mortal que emponzoña a ambos. Además, con las palabras ocurre que a más cantidad más abundancia aún demandan, al producirse una fecundación de unas con otras que multiplica su número de manera exponencial, al calentarse más y más la lengua en un torrente de locuacidad que no tiene fin.
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El oficio más extendido que ha habido y hay es el de juez, porque es el que todos ejercemos, no una vez, sino continuamente. Lo que más nos gusta es ser jueces, pero no jueces imparciales, porque entonces tendríamos primero que juzgarnos a nosotros mismos, sino jueces parciales y sesgados, movidos por el partidismo subjetivo. Entonces nos deleitamos en hablar y hablar sobre otros, en señalar defectos ajenos y en emitir sentencias, para condenar sin remisión. Y ese oficio de juez se realiza tanto a nivel particular como a nivel público.
Hay un tweet de Dios que dice lo siguiente: ‘En las muchas palabras no falta pecado; mas el que refrena sus labios es prudente.’ (Proverbios 10:19). El realismo del texto es manifiesto, primero al mencionar la presencia de las muchas palabras, siendo imposible, dada su cantidad, que todas puedan ser certeras y rectas, del mismo modo que es imposible que en un almacén repleto de enseres y cachivaches, todo sea valioso. El pecado inevitablemente va a hacer acto de presencia en el discurso, estando la proporción numérica del pecado en relación directa al número de palabras dichas. A más locuacidad, más pecado.
La segunda parte del tweet enseña la necesidad de la circunspección o comedimiento con las palabras, lo cual es una tarea ímproba, que requiere gran dosis de dominio propio. El que lo consigue es prudente, dice el texto. Y lo es porque evita meterse en un terreno plagado de minas verbales, que terminan estallando.
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