La vida es una sucesión, en la que los hijos, sabios o necios, se convertirán en padres, cuyos hijos, a su vez, serán motivo de alegría o sufrimiento.
Habían pasado unos veinticinco años desde que Jacob mandó a José para que viera cómo estaban sus hermanos, hasta el momento en el que se reencontró con él, contra todo pronóstico humano, en Egipto. Los sucesos que dieron origen a esta larga separación, que a Jacob le pareció definitiva, fueron tan truculentos y espinosos que sólo mentes retorcidas podían haberlos dado a luz. Y es que cuando la maldad procede de extraños es llevadera, aunque sea difícil de sobrellevar; pero cuando la maldad procede de los de la propia sangre, entonces el conflicto se acrecienta, hasta límites que pueden ser insoportables.
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Con ese trasfondo era extraordinariamente complicado que aquel joven pudiera mantenerse en pie, moral y espiritualmente hablando, porque el golpe bajo que había recibido fue tan duro que podía hacer caer a cualquiera. No fue el único, porque poco después le seguirían otros, de otra índole, pero igualmente desgarradores, pareciendo que todo se conjuraba para destruirlo totalmente. En un agujero oscuro y sin fondo se había convertido su vida.
Sin embargo, este joven odiado por sus hermanos, desarraigado de su tierra, hecho esclavo, que era la maldición de la antigüedad, vilipendiado falsamente como acosador sexual y olvidado por aquel a quien había favorecido, se mantuvo en pie, hasta el punto de que, cuando la mano invisible que rige la historia determinó lo que de antemano había previsto que sucediera, fue elevado a la máxima dignidad. Y pocos años después tuvo lugar el reencuentro con su padre.
Es fácil imaginar los sentimientos de Jacob, no solo por ver al que pensaba no ver en esta vida, sino por verlo en la posición que estaba. ¿Podía caber más orgullo y satisfacción en el corazón de este padre por su hijo? Jacob había experimentado la vergüenza por los actos que algunos de sus otros hijos habían cometido. Su primogénito, Rubén, se había acostado con una de sus mujeres; Simeón y Leví le pusieron en una situación embarazosa ante los moradores de aquella tierra, por su cruel venganza ante el ultraje cometido contra su hermana; la conducta de Judá con su nuera Tamar fue cualquier cosa, menos edificante. Pero aquí estaba José, compensando con creces todos aquellos sinsabores y siendo la gran consolación en la etapa final de su vida. Sí, la alegría que experimentó Jacob no puede ser descrita con palabras.
Esaú era un hombre mundano, cuya porción estaba en las cosas inmediatas y materiales; profano, según lo define el autor de la carta a los Hebreos, calificativo muy apropiado, porque profanar es tomar lo sublime y rebajarlo al nivel de lo vulgar, cosa que hizo cuando cambió la primogenitura por un plato de lentejas. Su mentalidad quedó reafirmada en sus matrimonios, efectuados con dos mujeres heteas. Los heteos eran los moradores de aquella tierra, ante quienes el abuelo de Esaú, Abraham, había declarado que era extranjero y peregrino. Pero mientras que Abraham tuvo muy claro que había una separación entre él y ellos, planificando que su hijo Isaac no tomara esposa de entre su estirpe, Esaú no tuvo ningún problema de conciencia en asociarse, por casamiento, con ellos. Era como si dijera: Soy igual que vosotros, me uno con vosotros.
Ahora bien, aquellas mujeres de Esaú se convirtieron en un motivo de sufrimiento para sus padres. Amargura de espíritu, dice el texto, para Isaac y Rebeca, teniendo la decisión del hijo repercusión en los padres. No conocemos los detalles, pero todo indica que los problemas domésticos no tardaron en hacer acto de presencia. De hecho, aquellas mujeres llegaron a constituir una pesadilla para su suegra, que en determinado momento exclamó: ‘Fastidio tengo de mi vida, a causa de las hijas de Het.’ La palabra traducida ‘fastidio’ expresa bien la tortura en la que se había convertido la vida para Rebeca, palabra que tiene la misma raíz en el original que la palabra ‘espina’.
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Así pues, mientras que un hijo necio fue motivo de ingente sufrimiento para su madre, Rebeca, un hijo sabio fue motivo de desmedida alegría para su padre, Jacob.
Hay un tweet de Dios que dice lo siguiente: ‘El hijo sabio alegra al padre, pero el hijo necio es tristeza de su madre.’ (Proverbios 10:1). El principio general que este texto establece es válido para entonces, para ahora y para siempre, porque lo que hacen los hijos, para bien o para mal, tiene consecuencias directas y profundas en sus padres. La vida es una sucesión, en la que los hijos, sabios o necios, se convertirán en padres, cuyos hijos, a su vez, serán motivo de alegría o sufrimiento para ellos.
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