Aunque el escenario cambie, el corazón humano sigue siendo igual, saturado y satisfecho de sí mismo.
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Entre las expresiones que están de actualidad destaca la de ‘sentir vergüenza ajena’, por la que se entiende la vergüenza que alguien tiene por el comportamiento o las palabras de otro. Aunque pudiera pensarse que es una benevolente actitud, en realidad su intención conlleva la propia absolución y la condenación ajena, sin paliativos. En ninguna manera quien la esgrime está experimentando algún tipo de vergüenza ni nada que se le parezca; simplemente es una forma de acusar, solamente que algo más rebuscada y refinada que la acusación desnuda. Es un recurso lingüístico que no puede ocultar que en tal supuesta vergüenza no hay ni el más mínimo atisbo de introspección personal, sino solo de juicio a terceros. La elegancia de la educada, y ya manida, expresión esconde una buena dosis de veneno.
En el tiempo de Jesús había quienes sentían mucha vergüenza ajena por lo que otros hacían, pudiendo ejemplificarse bien en aquel hombre que subió al templo a orar, o más bien a hablar consigo mismo, para compararse con otros, de los cuales se avergonzaba por lo que hacían. Este hombre sentía mucha vergüenza ajena, de los ladrones, de los injustos y de los adúlteros, aunque en verdad esa vergüenza era sólo un expediente para resaltar su propio mérito y dignidad. Especial vergüenza ajena le daba aquel cobrador de impuestos, que, en aquel momento, estaba en un rincón del templo con la cabeza agachada por su vergüenza personal, suplicando a Dios misericordia. ¡Cuánta vergüenza ajena le producía ver a aquel hombre, que estaba en el escalafón moral más bajo! ¡Y cuánto orgullo propio le producía compararse con él, al estar en el escalafón moral más alto! Pero resultó que el que sentía vergüenza ajena salió del templo tal como había entrado, es decir, solamente con su presuntuosa suficiencia, mientras que el que sintió vergüenza propia salió justificado, es decir, perdonado.
Cuando hoy se emplea con tanta profusión la expresión sentir vergüenza ajena, el espíritu que la anima no es diferente al que tenía aquel hombre en la parábola de Jesús. Porque aunque el escenario cambie y el templo no sea el lugar donde se sitúa el episodio, el corazón humano sigue siendo igual, saturado y satisfecho de sí mismo. No importa si es el ámbito público, sea social, tecnológico, político o laboral, o si es el particular, lo cierto es que la propensión a sentir vergüenza ajena, que es propensión a tener jactancia propia, sigue intacta, hoy como ayer.
Pero hay un sentido recto de ‘sentir vergüenza ajena’, que es una vergüenza vicaria, es decir, la ajena que se asume como propia. Es posible apreciarla en algunos personajes de la Biblia, los cuales se sintieron avergonzados por lo que sus contemporáneos y sus antepasados habían hecho, pero no para presentarse a sí mismos como si no pertenecieran a ese colectivo de culpables. Cuando Esdras se humilla ante Dios y ora: ‘Dios mío, confuso y avergonzado estoy’, no sigue a continuación enumerando los pecados ajenos y excluyéndose a sí mismo, sino que usa el adjetivo ‘nuestras’ y ‘nuestros’, acompañado de iniquidades y delitos. La vergüenza que experimenta no es un subterfugio para echar la culpa sobre los demás. Cuando Daniel, el íntegro Daniel, se postra ante Dios en oración y confiesa los pecados de su nación, se mete entre los culpables, usando también la primera persona del plural: ‘Hemos pecado, hemos cometido iniquidad, hemos hecho impíamente y hemos sido rebeldes…’ Estos hombres, hombres de Dios, estaban sintiendo la verdadera vergüenza ajena, que no consiste en exculparse sino en asumir como propios los pecados del pueblo al que pertenecen.
Mas también existe una vergüenza, no ajena, a la cual hace referencia el siguiente tweet de Dios: ‘Pobreza y vergüenza tendrá el que menosprecia el consejo; mas el que guarda la corrección recibirá honra.’ (Proverbios 13:18). La vergüenza de la que habla es el resultado cosechado por quien desprecia la instrucción. La palabra que se ha traducido por ‘consejo’ tiene un amplio abanico de matices, que van desde la enseñanza hasta la disciplina y el castigo. Su rechazo, su menosprecio, no puede ser más calamitoso, porque la pobreza y la vergüenza son su remuneración. El que desprecia la instrucción lo hace porque imagina que no la necesita o por pensar que su auto-instrucción es incomparablemente mejor, de ahí que deseche todo intento de rectificación que venga de fuera.
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Lo opuesto a la vergüenza es el honor, que es el precioso fruto recogido por el que guarda la corrección, palabra poco simpática, hermana de reprensión y amonestación, pero cuyo rédito no puede ser más valioso. Someterse a la exhortación no es fácil ni agradable a la corta, pero a la larga produce gran ganancia. Demanda la humildad para reconocer la necesidad de ser enseñado, la docilidad para dejarse enseñar y la disciplina para practicar lo recibido. Todo este arduo proceso exige esfuerzo, pero como todo lo que merece la pena, no es en vano.
Hay un sentido en el que el menosprecio de la instrucción producirá vergüenza, en una dimensión inconmensurable, porque esa instrucción ha procedido de Dios. Y hay un sentido en el que la recepción de la corrección ocasionará gloria, en una dimensión trascendental, porque esa corrección ha venido de Dios.
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