No es de extrañar que en la Biblia la luz esté asociada con la gloria, la bendición y la pureza.
Algunos cuerpos celestes desprenden una fulgurante luz, que, en ocasiones, puede ser proporcional en intensidad a la fugacidad de su resplandor, teniendo que estar muy atentos al firmamento si queremos captar el instante que dura su paso, como sucede con las Perseidas o ‘Lágrimas de San Lorenzo’, que hacia el 10 de agosto surcan velozmente el oscuro espacio, sin dar al observador apenas tiempo para verlas, porque si en un momento se desvía la vista, se pierde la contemplación del fenómeno. Es lo que suele suceder con las estrellas fugaces y otros meteoros, que su luz dura apenas un suspiro.
Hay otros cuerpos celestes que su luz es distinta, en el sentido de ser totalmente estable, aunque tintineante, como sucede con la de las estrellas. Así, parpadeante, es como la percibimos nosotros, aunque en realidad sea fija. Luego está la luz de la luna, que aumenta, retrocede y desaparece según sean las fases de su ciclo.
Pero seguramente la luz que nos es más benéfica y familiar sea la que desprende el astro rey, el sol, sin la cual la vida en nuestro planeta sería imposible. Su intensidad, sabiamente amortiguada por la distancia, hace la diferencia y así es como el sol ha llegado a ser sinónimo de vida, hasta el punto de que algunas religiones lo han divinizado, dándole erróneamente el mérito que solo le corresponde a su Creador. No es de extrañar que en la Biblia la luz esté asociada con la gloria, la bendición y la pureza. En cambio, su contraria, la oscuridad o tinieblas, está ligada a la muerte, la ruina y el mal. ¡Qué diferencia entre la una, la luz, y la otra, la oscuridad! Solamente a un trastornado se le ocurriría preferir la segunda a la primera o atribuir a la segunda las cualidades de la primera y viceversa.
Hay un tweet de Dios que afirma lo siguiente: ‘La senda de los justos es como la luz de la aurora, que va en aumento hasta que el día es perfecto. El camino de los impíos es como la oscuridad; no saben en qué tropiezan.’ (Proverbios 4:18-19). El contraste entre las dos sendas es evidente, porque no es entre una clase de luz y otra clase de luz, sino entre luz y oscuridad, es decir, entre dos entidades de naturaleza totalmente opuesta. Además, enseña que mientras el primer camino tiene una progresión ascendente, del segundo no se dice que haya gradación, lo cual indica que es un estado estático, donde no hay niveles entre una lobreguez más aguantable y otra que es insoportable.
[destacate]"Luz y camino se conjugan en una persona; Jesucristo."[/destacate]La ilustración de la luz de la aurora es elocuente, porque es una experiencia cotidiana que tenemos a mano, cuando, incluso antes de que los primeros rayos comiencen a aparecer, ya se vislumbra una tímida claridad en el horizonte, anunciadora de lo que está por llegar. Y aunque parezca insignificante, ya es portadora de un inequívoco mensaje, en el sentido de que el torrente de luz, que ahora está en ciernes, comenzará inexorablemente a abrirse paso, hasta que despunte en la mañana, no quedándose detenido sino avanzando y aumentando, hasta dominar todo el panorama en el centro del cielo, cuando el sol, en pleno apogeo, mostrará toda su plenitud.
Así pues, la luz que procede del sol muestra en su recorrido, desde el tenue resplandor del inicio, pasando por el crecimiento, hasta llegar al despliegue total de un esplendor tal que no puede mirarse fijamente, lo que es la senda de los justos. Es humilde en sus comienzos, hasta el punto de ser menospreciada y ridiculizada, pero el que empieza a andar por ella ya sabe, por experiencia propia, la diferencia entre esa leve luminosidad y la densa oscuridad del otro camino, en el que antes andaba. Y la constatación de tal diferencia le estimula a seguir andando en esa nueva vereda y, al perseverar y avanzar en ella, va comprobando que la claridad se va afianzando, lo cual hace aumentar en ese caminante el deseo de seguir por esa vía. Las cosas se van aclarando, la mente se va iluminando y la fatal densa sombra, que reina alrededor, no tiene poder permanente sobre los que caminan por esa senda, en la que la luz alumbra invariablemente. Como la culminación de la radiante jornada está más allá de los límites de esta vida, es por lo que esos caminantes miran anhelantes más allá del telón de este mundo, aguardando la Luz en su plenitud, cuando el día quedará perfectamente establecido.
La otra vía no tiene futuro, salvo la ruina y la caída continua, porque si alguien tropieza en un camino donde hay luz, es posible identificar el obstáculo y evitarlo. Pero ¿cómo identificar el obstáculo, donde nada se ve? ¿Cómo poder dar, ni siquiera un paso, si no se sabe lo que hay inmediatamente? ¿Y cómo esperar llegar a alguna parte, teniendo en cuenta que no es que no se vea la meta, sino que no se ve lo que está a un metro? En esa oscuridad total es imposible saber dónde está lo de delante y lo de detrás, si se avanza o se retrocede. En ese camino no se tienen referencias o señales que ayuden, porque toda la referencia existente es una espesa negrura, que todo lo envuelve. Los abismos y despeñaderos, que son discernibles donde hay luz, aquí no se perciben, hasta que súbitamente la tierra se abre bajo los pies ¡Qué terrible expectativa, la de andar cayendo y caer andando, la de marchar a ninguna parte, sin rumbo, porque no hay rumbo! Así es el camino de los impíos; uno de espesa oscuridad.
Luz para el camino es la solución. Y precisamente luz y camino se conjugan en una persona, Jesucristo, quien dijo de sí mismo: ‘Yo soy la luz… Yo soy el camino.’
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