La forma en la que ha gestionado la crisis alrededor de su integridad personal ejemplifica uno de los problemas de nuestra sociedad: la enorme dificultad de reconocer nuestras propias faltas.
La dimisión, ayer, de la presidenta de la Comunidad de Madrid pone un punto y aparte a un enorme debate social sobre la integridad personal de los políticos. En el actual entorno ‘digital’, las cinco semanas de polémica han dado espacio para todo tipo de análisis.
En su intervención ante las cámaras, Cristina Cifuentes dejó claro que no eran las evidencias de un máster fraudulento las que le llevaban a renunciar a su cargo, sino las imágenes de una cámara de seguridad de hace 7 años en la que se muestra cómo es obligada a pagar el coste de productos que presuntamente había hurtado en un supermercado.
En un momento en el que nos damos cuenta de lo accesibles que son todos nuestros datos (en redes sociales, por ejemplo), es muy preocupante ver el uso ilícito que se ha hecho de grabaciones que deberían haber sido destruidas. Otra pregunta que muchos se hacen es quién facilitó esa cinta al medio que la publicó, y con qué objetivo se buscó dar ese escarnio público.
Sin embargo, la renuncia de la presidenta evidencia otro aspecto más profundo. La forma en la que ha tratado de gestionar la crisis alrededor de su persona revela uno de los problemas de nuestra sociedad: la enorme dificultad que tenemos de reconocer nuestras propias faltas.
“Yo he cometido, supongo, como cualquier otra persona, muchos errores a lo largo de mi vida”, dijo Cifuentes en su intervención. “Me he saltado también semáforos en rojo, y seguro que he hecho cosas peores, como cualquier otro”, añadía, para explicar después cómo le afectaba que toda su “vida” hubiera sido puesta “en tela de juicio” por sus errores “involuntarios”.
La más alta representante de la comunidad de Madrid tenía una plataforma y una audiencia enorme para dar el paso de asumir la responsabilidad de sus actos; dejando por un momento los agravios que siente que ha sufrido. Ahora que tiraba la toalla, no había motivos para no pedir perdón por aprovecharse, por ejemplo, de su influencia para recibir un trato de favor inaceptable en la universidad.
Cifuentes mantuvo, sin embargo, una narrativa autoexculpatoria: su dimisión había sido provocada por las acciones de otros. No hubo espacio en su aparición ante los espectadores para asumir su responsabilidad personal.
UNA SOCIEDAD SIN CULPABLES
En una sociedad en la que admitir los propios pecados es de “débiles” y la responsabilidad personal es vista como una carga demasiado alta, es habitual que también los representantes políticos, cuya función es legislar la vida pública (es decir, promover y aprobar leyes para ordenar la sociedad) se escuden en los ‘pecadillos’ de todos nosotros para explicar por qué ellos se saltan, también, la ley.
¿Quién no ha robado alguna vez? ¿Quién no incumple las normas de tráfico? ¿Quién no ha hecho trampas en sus estudios?... Y así banalizamos la invisible corrupción del día a día porque nos conviene, ya que al indultar a otros, nos indultamos también a nosotros mismos.
Es interesante cómo la Biblia habla ampliamente sobre este problema. Habla de nuestro pecado, nuestro errar en el blanco constante, nuestra rebelión contra Dios. Pero la Biblia habla también de un segundo problema: la incapacidad de reconocer nuestra culpa incluso cuando estos pecados han quedado claramente expuestos a la luz.
Apuntaba un columnista de ABC pocas horas después de la dimisión de Cifuentes, que, en realidad, “hay un vídeo de todos nosotros”. Todos tenemos episodios de nuestra vida que nos avergüenzan, decía, imágenes que nos humillarían profundamente si fueran expuestas a la vista de otros.
Ya en el Génesis, vemos un ejemplo de esto. Adán y Eva muerden la falsa promesa de poder usurpar el lugar de Dios, y tratan después de esconderse de la mirada de Dios. Terminan su huida hacia delante desviando la responsabilidad al prójimo y a la serpiente.
También del rey David, el gobernante de Israel, leemos que, embriagado por el poder y la sensación de estar por encima de la ley (¡incluso la de su Dios!), abusó de una persona más frágil y terminó con la vida de otra. Todo por tratar de mantener su red de mentiras.
Otros casos de auto justificación en la Biblia terminan igual: el pecado, a la larga, sale a la luz, y hay consecuencias. “Nada hay encubierto que no haya de descubrirse, ni oculto que no haya de saberse” (Lucas 12:2), enfatizaba Jesús, especialmente cuando conversaba con personas poderosas.
VOLVER A COMENZAR
¿Pero es esto todo? No, el mensaje cristiano no termina ahí, gracias a Dios. Es el propio Jesús quien abre la enorme puerta de la Gracia. La Biblia nos anuncia que Cristo mismo absorbió nuestra corrupción en la cruz, para que pudiéramos decir: “Era culpable, sí, pero he sido perdonado”.
El ‘caso Cifuentes’ y muchos otros en el que hemos visto a personas escarmentadas públicamente, nos recuerda que no tiene sentido tapar nuestras faltas viviendo una vida de “errores” escondidos.
Es verdad, “no somos perfectos”. Pero precisamente por esto, podemos comenzar por reconocerlo. Visto desde una perspectiva cristiana, la verdadera tragedia es nuestra incapacidad de identificar la corrupción en nosotros mismos. La buena noticia es que si tenemos el valor de reconocerla, la luz penetrante y transformadora del evangelio puede ayudarnos a comenzar de nuevo.
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