La enseñanza de lo ético en nuestras congregaciones debería estar muy por encima de las preocupaciones por lo estético.
Los evangélicos no tenemos la liturgia ritualista al estilo de las misas católicas, pero no cabe duda que, cada día más, también nos estamos preocupando por la estética eclesial, por una vocación para que nuestro ritual sea también bello, para que nuestros templos estén cada vez más bonitos y bien acondicionados, para que nuestros grupos de alabanza toquen bien, que sean cada vez más profesionalizados. También se practican en algunas iglesias la estética del ruido ritual que coordinan los amenes, los levantamientos de manos y el despliegue del sentimiento que, en muchos casos también buscan efectos estéticos a través de los cuales llegar al corazón humano. En principio, nada malo. No tenemos por qué estar en contra de lo estético en nuestros cultos.
Sin embargo, cuando analizamos las dimensiones de la espiritualidad cristiana en todo creyente, quizás la estética no ocupe un lugar preferente en la Biblia. Hay otro concepto que en las Sagradas Escrituras sería preferencial: la ética. La ética y la estética no tienen por qué contraponerse, pero sería una disfunción que en nuestra experiencia cristiana, diéramos más importancia en nuestros cultos y en nuestra vida diaria, a la estética que a la ética.
La verdad es que la vivencia de la espiritualidad cristiana no se agota en estos dos conceptos. Sin embargo, nos vamos a centrar en ellos para hacer un pequeño análisis sobre el espacio que damos a la ética tanto en nuestras congregaciones como en nuestras vidas personales. ¿Sabéis que el cristianismo se considera la religión más ética del mundo?
Pues sí. Quizás tengan razón. Su concepto de prójimo, sus ideas sobre el servicio, la preocupación por los débiles, desclasados, pobres, marginados y excluidos, el meter como parte primaria de la Religión según el apóstol Santiago las líneas éticas de visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones y el hecho de esa preocupación que también tiene la Biblia por el extranjero, el oprimido y los indefensos, la convierten, como hemos afirmado, en la religión más ética del mundo.
Es verdad que la espiritualidad cristiana, su concepto de salvación, de vida eterna, el hecho de la redención y otras cuestiones del fenómeno religioso cristiano, trasciende tanto la ética como la estética, pero la preocupación surge cuando notamos que, quizás, podemos estar dando más importancia a la estética que a la ética que debe ser la que nos comprometa con Dios, con el prójimo y con el mundo.
El fenómeno religioso, cuando hablamos del cristianismo, nunca debe dar más importancia a la expresividad y a la belleza que al compromiso ético al que nos lanza la Escritura. El compromiso ético cristiano es máximo: pone el compromiso con el hombre en un lugar central hasta el punto de que el amor a Dios y al hombre están en relación de semejanza. La enseñanza de lo ético en nuestras congregaciones debería estar muy por encima de las preocupaciones por lo estético.
Si ponemos mucho más énfasis en la estética de las celebraciones, las músicas y ritmos de la alabanza, los gestos y la liturgia de los amenes y aleluyas frente al compromiso al que nos llama un mundo injusto al que, quizás y de alguna manera, le estamos dando la espalda, algo estamos haciendo mal, hay disfunciones graves entre el espacio que la espiritualidad cristiana debe dar por una parte a la ética y, por otro, a la estética del ritual.
Así, habría que tener cuidado con celebraciones que dan mucho espacio a las expresiones estéticas y poco espacio al estudio de la Palabra aplicada a nuestro aquí y nuestro ahora en medio de las problemáticas y focos de conflicto, allí donde el cristiano tiene que vivir y ejercer su ministerio evangelístico que no se agota sólo en la palabra sino que implica también el ejemplo coherente de acción comprometida con el prójimo cumpliendo así con el mandato ético del cristianismo.
La iglesia nos debe preparar para la vivencia de un cristianismo en compromiso ético con el prójimo y con las problemáticas del mundo. Así, pues, no queremos quitar importancia a la estética del ritual. Ésta es buena cuando se compensa sobradamente, cuando la iglesia no se pierde en medio de bellezas musicales o ritmos, en pulcritudes de templos vistosos, sino que da su espacio a la vivencia de la experiencia ética ante el mundo, un mundo de dolor a cuyos gritos debe estar atento el cristiano. Y esto no quiere decir que no estemos de acuerdo con la búsqueda de líneas estéticas para nuestras celebraciones y cultos.
Así, en la experiencia de la vida cristiana, sentimiento y razón deben estar ocupando sus lugares para que el creyente pueda también absorber toda aquella doctrina, toda aquella llamada al servicio y a la entrega al otro, en compromiso ético. Quizás por eso en Jesús no se da una religiosidad estética en donde lo que predomina sea estar de cara a las bellezas del templo ni del ritual, sino de cara al hombre que sufre, de cara a los sufrientes y despojados del mundo en un compromiso ético que jamás ha sido ni será superado.
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