El cristiano tiene que actuar, hacer, ejercer la misericordia, decir palabras de denuncia, luchar contra la injusticia y ser una mano tendida de ayuda.
Muchas veces, cuando contemplamos los problemas de la pobreza en el mundo, de la opresión o el despojo que muchos sufren, ya sean pueblos o personas que observamos individualmente en algún momento, rápidamente se nos puede venir a la cabeza la expresión: “¡No soy culpable, no soy culpable!”. Así se muestra el individualismo que se defiende anta la responsabilidad que tenemos para con el prójimo, sea considerado de forma individual cuando contemplamos un rostro de la pobreza o cuando pensamos y reflexionamos de forma global o colectiva sobre la pobreza en el mundo.
Tendemos a ser individualistas cosa que no coincide con la ética que nos muestra el cristianismo y las responsabilidades que para con el prójimo nos dejó Jesús. Si alguien nos quisiera culpar de algo en relación con estos temas del desigual reparto de los bienes del planeta tierra, desigualdad que afecta a más de media humanidad, el despojo de los débiles o el escándalo de la pobreza en el mundo, no dudaríamos en gritar que somos inocentes, que no es nuestra culpa, que nosotros no hemos despojado ni robado a nadie. Pero, ¿Sería suficiente ante Dios el que un cristiano se proclamara inocente y se quedara pasivo después de haber dado esa respuesta de falsa autojustificación?
Quizás es que nadie sea tan inocente ante los rostros de la pobreza urbana que contemplamos día tras día viendo sus dimensiones no sólo en nuestro entorno, sino en las imágenes de la pobreza del mundo que observamos cuando viajamos o a través de los potentes medios de comunicación.
Menos mal que no decimos: ¡Yo no he hecho nada, yo no he hecho nada!, porque ese es el problema, que no actuamos, que permanecemos pasivos ante la interpelación de la pobreza en nuestros entornos o en el mundo en general.
Recuerda: Ese no haber hecho nada, ese no haber pasado a la acción positiva, ese pasar de largo, ya se cuenta como pecado en la Biblia. Es el pecado de omisión de la ayuda al que nos necesita. Ya en la parábola del Buen Samaritano se nos dice que pasar de largo es condenable, que el no hacer nada, es lo que nos puede apartar de Dios, que el volver la espalda y no tender una mano de ayuda nos lleva a la condenación eterna. Recordad Mateo 25 en el Juicio de las Naciones: “Lo que no hicisteis por uno de estos mis hermanos más pequeños, por mí no lo hicisteis” y luego vienen palabras que apartan de Dios a los insolidarios, los pasivos, los que pasan de largo, los que no han sido movidos a misericordia.
Podemos gritar mil veces la exclamación ¡No soy culpable, no soy culpable!, pero cuando uno es inactivo e insolidario con el prójimo, la Biblia afirma en diferentes momentos, a través de los profetas y de Jesús, que para nada sirven nuestros rituales, sean cúlticos, de ofrendas, de cilicios o cenizas o de oraciones que Dios no escucha.
Intenta, si quieres, redimirte gritando tu inocencia. Por mucho que intentemos acallar nuestras conciencias para que no nos interpelen con la situación del escándalo de la pobreza en el mundo, si no actuamos, si no compartimos, si no somos movidos a misericordia, si no denunciamos, somos culpables, somos cómplices del despojo y el empobrecimiento de tantos humanos en la tierra.
El cristiano jamás podrá tener la justificación con la expresión: “Yo no he hecho nada, no es mi culpa”, porque el cristiano tiene que actuar, hacer, ejercer la misericordia, decir palabras de denuncia, luchar contra la injusticia y ser una mano tendida de ayuda. El no hacer nada nos condena y no nos habilita para el culto a Dios.
Si quieres, sigue gritando tu inocencia. ¿Acaso puede un cristiano estar silente, permanecer pasivo o dar la espalda a las situaciones de dolor del prójimo? ¿Puede un cristiano sentirse justificado ante todo esto por estar al servicio del culto o, simplemente, por asistir a la iglesia de forma regular y comprometerse con una ética de cumplimiento y de servicio en tareas eclesiales? La Biblia nos afirma que el amor al prójimo, la búsqueda de la justicia y la acción de misericordia es más importante que todos los demás cumplimientos religiosos o sacrificios. Quizás nuestro grito debería cambiar por un grito por justicia, por dignificación del prójimo. Un grito que se debe unir a toda una acción misericordiosa.
No busques un refugio individualista y silencioso. No, ante la pobreza en el mundo o la de al lado de tu casa, no podemos ser silentes e inactivos como si nos gozáramos en una pasividad que nos condena. No, nunca te refugies en un individualismo insolidario aunque sea un individualismo que confiese verdades cristianas. Precisamente los cristianos estamos llamados a la acción, al compromiso y a la denuncia.
No seamos cobardes. Es posible que nuestra conciencia nos interpele ante la contemplación de un rostro pobre. Párate. Parémonos. Mánchate las manos. Comparte. Seamos compasivos y misericordiosos. Esa va a ser la base para la aceptación de nuestro culto a Dios, de nuestra oración, de nuestra alabanza. Si das la espalda al grito del pobre o del que sufre injusticias o despojos, serás de los que pueden decir: “Yo no he hecho nada”. Yo no he hecho nada que coadyuve a la marginación de ningún hombre. Pero ese no hacer nada es contado como pecado, es el pecado de omisión.
Párate. Involúcrate. Mánchate las manos. Recuerda la expresión de Jesús para los que no han hecho nada: “¡Malditos de mi Padre”! Si somos seguidores del Maestro, tenemos que aprender a pararnos y a no pasar de largo. Tenemos que dejarnos mover por la misericordia y actuar usando todo lo que tenemos, como hizo el buen samaritano de la parábola pasando al seguimiento del caso prometiendo que volvería dispuesto a invertir y a compartir.
Abandonemos el individualismo egoísta que es lo que fija nuestra pasividad silente. Sepamos vivir la vida de forma comunitaria aprendiendo a compartir, a ayudar, a ser manos tendidas a los que nos necesitan. Sepamos usar también nuestra voz, que en muchos casos ha de ser de denuncia contra las estructuras injustas de poder que mantenemos entre todos. Todos somos en alguna manera culpables.
¡Cambia! ¡Cambiemos! ¡Actuemos en compromiso con Dios y con el hombre! No sea que alguna vez tengamos que escuchar las palabras: “No te conozco” que es lo mismo que decirte que eres culpable o, en su caso, la fuerte expresión de “malditos de mi padre” que es lo mismo que mandarnos a la condenación eterna.
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