Muchos de nosotros silenciamos el megáfono de Dios para no comprometernos con un cristianismo de servicio al otro.
Quizás Dios amplifica el grito de los pobres de la tierra para que sepamos los creyentes de su participación en el sufrimiento del mundo. Sabemos por Mateo 25 y otros pasajes bíblicos que se podría deducir esta frase de parte de Jesús: “la marginación y el sufrimiento de los pobres de la tierra, lo experimento también en mi propio ser”.
Dios sufriendo con los apaleados de la historia, el Señor prolongando su pasión viviendo la exclusión de tantos humanos hechos a imagen y semejanza de su Creador. Quizás Dios también grite uniéndose al gemido de los pobres usando su megáfono divino que, desgraciadamente, muchos humanos quieren silenciar haciéndose los sordos ante el grito de aquél a quien dicen seguir.
Esa es la gran tragedia de muchos que viven un cristianismo sordo y ajeno a los gritos lanzados a través del megáfono divino.
Es posible que Dios debiera aumentar la amplificación de ese megáfono hasta el infinito, pero nunca se podrá oír si no se comprende el compromiso y el reto de la auténtica vivencia de la espiritualidad cristiana.
Muchos caerían antes sordos al suelo, como derribados por un rayo, que pararse a escuchar un grito, un gemido relacionado con la pobreza en el mundo.
El sonido de ese megáfono capaz de amplificar el gemido de los pobres, se escucha a lo largo de infinidad de páginas bíblicas que, con una radicalidad dura y brusca, intenta llegar a los oídos del alma, pero muchas veces ésta permanece sorda y atenta a otras músicas más suaves y menos comprometedoras en busca de un solaz alejado del compromiso con el prójimo.
La amplificación a través de ese megáfono divino del clamor bíblico a favor de los pobres de la tierra, el grito que nos llama al amor en acción, a una fe actuante a través de ese amor, queda bastante silenciado o no es escuchado hoy con la urgencia con la que el megáfono divino transmite la relevancia del mensaje a favor del hombre sufriente.
A veces se ha hablado de que el dolor es el megáfono de Dios para nuestras vidas, pero parece que escuchamos más el propio, el dolor que nos acucia a nosotros mismos, que el dolor que se da en el otro, en el abandonado, en el despojado, en el excluido y humillado.
Muchas veces podemos dar la espalda a estos dolores, mientras que nos dirigimos al templo a alabar a Dios con bellas palabras alejadas del mensaje de solidaridad con los que sufren. Silenciamos el megáfono de Dios, para escucharnos a nosotros mismos porque nuestras palabras y alabanzas no llegan a lo alto, no pasan del techo de nuestros templos.
Los profetas escucharon ese megáfono de Dios y se sintieron movidos a misericordia. No pudieron callarse y se unieron a ese grito a favor del pobre, de la viuda, del extranjero.
Clamaron por justicia y, por tanto, no tenían otro remedio que denunciar al injusto causante de esos dolores que se amplificaban con el megáfono de Dios que les ordenaba a ellos también a “gritar a voz en cuello”.
Y, así, el megáfono de Dios amplificaba también su grito y la voz profética se escuchaba en todo el mundo.
Hoy, no es que el megáfono de Dios no nos ayude a amplificar nuestro grito por justicia a los pobres de la tierra, es que muchos de nosotros silenciamos ese megáfono para no comprometernos con un cristianismo de servicio al otro… y nos quedamos con la vivencia de un cristianismo light mutilando la integralidad del Evangelio.
Hay que destruir esos gruesos y burdos paños de silencio, de búsqueda de una paz de cementerio, para poder dar entrada en el mundo al grito de los pobres amplificado por el megáfono de Dios. Un grito por justicia, un grito amplificado contra los opresores, contra los que desequilibran el mundo con su egoísmo acumulador, un grito de denuncia contra los que ponen cada día en sus lujosas mesas la escasez del pobre.
Los que dicen ser los seguidores del Maestro no tienen otro camino, no tienen otra salida, no tienen otra opción ni otro remedio que escuchar el grito de los pobres amplificado por las llamadas bíblicas que también se amplifican por el megáfono del Creador aunque nuestros oídos muchas veces muestren sordera.
Lo otro es ir en contra del concepto de projimidad que nos ha enseñado Jesús. Al creyente no le queda otro remedio que unir su grito al de los pobres para que todo sea amplificado por ese megáfono de Dios, único que puede hacer que el mundo cambie hacia otro mejor, más solidario. ¿Acaso unirse a ese grito no es parte constitutiva de la vivencia de la espiritualidad cristiana? No nos equivoquemos. No seamos cómodos.
Cuando unimos nuestro grito al de los pobres y dejamos que se amplifique a través del megáfono divino, es cuando estamos habilitados para asumir la causa de los empobrecidos, la denuncia contra la pobreza de nuestro mundo.
Los que con bellos paños religiosos acallan ese megáfono de Dios, lo están negando, están ocultando el verdadero rostro de Dios, su verdadera identidad. No neguemos al Dios de la vida fomentando nuestra sordera por comodidad, para no ser interpelados hacia el compromiso con el prójimo.
Muchas veces ese megáfono es silenciado por la adhesión fuerte y radical que el hombre hace hacia el consumismo, hacia el lujo y el disfrute insolidario de los bienes de este mundo.
Pero no seamos torpes no sea que algún día nos encontremos con este grito dicho a nuestro oído amplificado hasta el infinito: ¡Necio, lo que has almacenado con tu sordera egoísta y de espaldas al grito de los pobres, ¿para quién será?!... y hayas perdido el sentido de lo eterno, de lo esencial y de lo auténtico.
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