Hoy nosotros también podemos mirar hacia arriba y recordar que no estamos solos, que el mismo Dios que formó las galaxias sigue sosteniéndonos en la palma de su mano.
“No hay noche tan oscura que una estrella no se atreva a brillar.” Anónimo
“Mira al cielo y cuenta las estrellas, si es que puedes contarlas.” Génesis 15:5
“El cielo proclama la gloria de Dios; el firmamento revela la obra de sus manos.” Salmo 19:1
Ayer en la noche, salí al aire cálido que me envolvía con el silbo apacible de mi Señor, me recosté sobre el césped, y pude observar en el silencio y en la intimidad más profundas el brillo y los movimientos de las estrellas fugaces; por un momento me estremecí, sentí muy dentro de mí como si mi Dios quisiera hablarme y decirme tantas cosas... que simplemente callé, disfruté con la belleza de lo que estaba viendo y terminé adorando al Creador.
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Cada año, entre julio y agosto, en el cielo nocturno podemos contemplar las perseidas, no solo visibles en el hemisferio norte; si bien son más prominentes en esta región debido a la ubicación de la radiante constelación de Perseo, sino también en el hemisferio sur.
Y el cielo de la noche se convierte en un lienzo vivo, las perseidas, esa lluvia de estrellas que ha asombrado a generaciones, regresan puntuales a su cita. Son meteoros, que al entrar en la atmósfera terrestre, se incendian y surcan el cielo con una belleza casi imposible de describir.
Y sin embargo… ¡no podemos dejar de mirar!
Nos detenemos, levantamos la vista, y por un instante, algo en el alma también se eleva. Nos alejamos de la tierra, de lo inmediato, de lo urgente, y sentimos el llamado silencioso del misterio. Es como si el cielo se abriera un poco, como si Dios dejara entrever su arte, su presencia, su eternidad.
En un mundo lleno de ruido y velocidad, contemplar una estrella fugaz es algo así como un acto de fe, no porque pensemos que se cumplirá un deseo; sino porque creemos que hay algo más grande que nosotros guiando esta danza de luces y tiempo.
Los sabios de la antigüedad no observaban el firmamento solo por curiosidad científica; lo hacían para leer los tiempos, para intentar escuchar la voz de Dios escrita en las estrellas...
Una vez hubo un hombre escogido por Dios para crear de él una gran nación, Abraham; él no conocía a Dios, pero recibió una promesa al mirar el cielo: "Así será tu descendencia." (Génesis 15:5).
No era solo una imagen bonita, era una señal divina, una conversación entre el Creador y el corazón humano. Lo dejó todo, su tierra, su parentela, y siguió las indicaciones del verdadero Dios a quien sencillamente creyó, y le fue contado por justicia; llegó a conocer y a confiar en el Señor de tal modo, que es llamado el padre de la fe y ¡por supuesto! Dios cumplió con él todo lo que le había prometido.
Hoy nosotros también podemos mirar hacia arriba y recordar que no estamos solos, que el mismo Dios que formó las galaxias sigue sosteniéndonos en la palma de su mano, que cada luz fugaz es, si lo permitimos, una invitación a la esperanza.
Y tal vez, esa luz que cruza el cielo sea también un reflejo de lo que anhelamos ser: una chispa en la noche de alguien más, un trazo de belleza en medio de la oscuridad, una breve pero sincera señal de fe.
Puede que las perseidas pasen rápido, pueden ser decenas en una hora, o solo unas pocas; pero no hace falta ver muchas para que algo se mueva dentro; quizá por eso mucha gente las relaciona con los deseos.
Yo, que creo firmemente en mi Dios, prefiero poner todos mis sueños y deseos ante él; porque todavía espero que aún hay algo bueno por venir a mi vida que está en sus manos.
Ese es el motivo por el que como cristianos, no solo deseamos... oramos, porque sabemos que no hablamos al viento, sino al Dios que escucha, al Dios que conoce cada estrella por nombre (Salmo 147:4) y que también conoce cada una de nuestras lágrimas.
Así como los meteoros atraviesan el cielo, también nuestras oraciones atraviesan el corazón de Dios en la oscuridad, en el silencio, en el secreto.
Esta noche, cuando mires al cielo y veas una estrella cruzar, haz silencio, no para pedir suerte, no para buscar un milagro instantáneo; sino para recordar que el mismo Dios que enciende las estrellas también puede encender tu corazón.
Que en medio de tus dudas, de tu cansancio, de tus búsquedas, Él sigue allí, fiel, inmenso, cercano...
Y tal vez, solo tal vez, en ese instante fugaz, encuentres una certeza que permanecerá para siempre.
En estos momentos os dejo un poema que escribí en una noche de no hace demasiado tiempo...
Cuando llega la noche
Cuando llega la noche como llega esta,
azul, suave, serena y llena de encanto;
me salen del alma mariposas azules,
y miro a las estrellas por ver si te encuentro
Y entre todas te veo, Señor de mi vida,
entre cada una y en todas tus obras;
no podría ser menos amor de mi alma.
Corazón infinito que llevas mis cargas.
Y es entonces cuando bajo a mi mar
y dejo mojar mis pies en su espuma;
permito a la brisa que acaricie mi rostro,
y entorno mis ojos soñando tu encuentro.
Ese encuentro que abraza.
Ese encuentro que llena.
Ese encuentro que siempre repite,
te amé desde siempre dulzura serena.
Por ti di mi vida.
Por ti llevo marcas de espinas y clavos.
Por ti entregué todo.
Por ti espero aquí cuando cruces el vado.
Sólo sigue la ruta que yo te he marcado
y yo iré guiando, guardando y amando.
Nunca retrocedas, sigue caminando,
y al llegar a mí será abrazo eterno, sin fin y sin llanto.
Dios eterno que habitas en las alturas pero caminas con los que tienen el corazón humilde, gracias por este cielo estrellado que nos recuerda tu gloria. Haz de mi vida una luz, por pequeña que sea, que refleje tu amor, que mis palabras, mis gestos y mis silencios, puedan ser como esas estrellas que cruzan el cielo: tal vez breves, pero verdaderas. Y que cada noche me recuerde que, aunque la oscuridad existe, tú siempre brillaste primero.
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