Hemos de mantener vivo el equilibrio entre lo que decimos y el cómo lo decimos.
Hace un poco más de un mes, en Incheon, Corea se llevó a cabo el cuarto congreso mundial del movimiento de Lausana. Fue una convocación multitudinaria de líderes cristianos de todo el planeta, que en sus reuniones plenarias tuvo un formato impresionante por el despliegue de tecnología en su producción audiovisual.
Cada detalle había sido planeado, cada movimiento en el escenario —incluso cada palabra— daba la impresión de haber formado parte de un guion muy bien redactado. Fue un espectáculo verdaderamente grandioso, fruto de muchos meses de trabajo, de planificación y preparación. Quisiéramos pensar que cuando el pueblo cristiano subraya los aspectos espectaculares en la forma de sus reuniones tiene el propósito de corresponder a los aspectos asombrosos que sustentan su fe. Se busca que la forma corresponda con el fondo. Si el fondo es maravilloso, la forma también debiera serlo.
En las escaletas de los directores del programa aparece lo que debe ocurrir sobre el escenario en cada minuto y segundo. Y últimamente en la planificación de este tipo de eventos se ha estado cometiendo un error teológico muy común, que consiste en confundir la adoración con el canto congregacional. En lugar de llamar por su nombre al canto congregacional, se designan como worship (adoración) esos minutos que pasamos cantando. Como si no fuera adoración también la predicación de la palabra, los testimonios, las oraciones, el silencio, y todo lo que hacemos para celebrar el evangelio y responder al Espíritu cuando estamos reunidos. Todo es adoración.
En uno de esos momentos de canto congregacional, nos dirigía la excelente banda coreana Isaiah 61. Con su ensamble de música pop al estilo contemporáneo y su talento para animar el canto, aquellos jóvenes coreanos vivían con la multitud momentos espectaculares e inolvidables. Sin embargo, ocurrió algo que a muchos nos dejó pensando. En el primer compás del himno How Great Thou Art (Cuán grande es él), no se escuchó la guitarra acústica del líder. El piano, el bajo y los otros micrófonos sí funcionaron, pero su guitarra no. El grupo musical dejó de tocar. Quedamos esperando alguna indicación. Del fondo del enorme salón se comenzó a escuchar a miles de participantes cantando a capella los versos de la primera estrofa y el coro del himno. El canto espontáneo de la multitud iba subiendo de volumen. Fue un momento especial. David Bahena, líder del movimiento estudiantil, me compartió al día siguiente que, en su apreciación, fue uno de los momentos más hermosos del congreso.
Cuando el líder recuperó el volumen para su guitarra acústica, hizo algo incomprensible para quienes reflexionamos sobre la relación entre la forma y el fondo en la adoración: detuvo el canto de la multitud y volvió a comenzar el himno desde el principio, para poder tocarlo como lo tenía ensayado su banda. Así, aquel joven coreano nos daba a entender la prioridad que para él debe tener la forma por sobre el fondo.
Un buen amigo coreano-estadounidense nos ayudó luego a entender eso que hizo el joven director de alabanza. En la cultura coreana, es muy importante el concepto de “pomyab-da” 폼 잡다 guardar la forma. Pom yab-da: Es una frase polifacética que encierra valores culturales de armonía social, matices sutiles de comunicación indirecta entre grupos e individuos y la importancia de mantener la propia imagen con humildad ante la prioridad de lo comunitario. Sirve de espejo social, recordando a los individuos que deben presentarse con confianza y autenticidad, manteniéndose en línea con las expectativas de la comunidad y fomentando sutilmente el conocimiento de uno mismo. Es una frase importante en el léxico cultural coreano.
Pom yab-da es poner atención a la imagen que damos, que debe corresponder con aquello que representamos. Los cientos de voluntarios coreanos del congreso tenían todos “bien puesta su camiseta”, los chalecos de staff se portaban con orgullo y dedicación. Había personal de seguridad revisando que en los accesos al centro de convenciones y a los distintos espacios siempre se portara el gafete y/o la pulsera de tipo all inclusive. Esos guardias llevaban en su apariencia todo lo que vemos en las películas: traje y corbata negros, audífono de tipo chícharo en el oído, y gafas oscuras aun dentro del enorme salón de reuniones. Los fenomenólogos clásicos verían en la sociedad coreana un buen caso para probar sus teorías: debes parecer lo que dices que eres.
Por eso la maravillosa sustancia que se proclama en el himno —ese fondo que tanto amamos— debe colocarse en un vehículo digno y aceptable, en una forma que haga honor a tal maravilla.
Sin embargo, ese aspecto cultural también puede ser tocado por la novedad del reino que el Señor Jesús hace irrumpir en el mundo. Porque lo que nosotros consideramos digno y aceptable en realidad son proyecciones de nuestras preferencias de estilo que pueden ser usadas para ahogar los momentos más hermosos de un congreso.
Cuando Dios se hizo ser humano se presentó como el siervo sufriente que “veremos, mas sin atractivo para que le deseemos. Desechado y despreciado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto” (Isaías 53:2-3). Para decirlo en términos de las dos corrientes de la lírica castellana del XVII, el evangelio sería más conceptista que culteranista. Más a lo Quevedo que a lo Góngora. Más enfocado en el fondo que en la forma.
En general, en la tradición evangélica de habla hispanahemos recalcado mucho más el fondo que la forma en nuestros cultos de adoración. En la mayoría de los casos, los lugares donde nos reunimos no son basílicas enormes, ni estructuras arquitectónicas opulentas, sino bodegas adaptadas como santuarios, residencias ampliadas con planeación más o menos improvisada, gimnasios, antiguos estacionamientos techados, etcétera. Lo estético no ha sido prioritario en nuestra historia. Incluso pudiéramos decir, como lo señala Nancy Bedford, que nuestros espacios de adoración son feos, según los criterios estéticos de la cultura.
Eso es porque hay en los textos sagrados de los hebreos un concepto de belleza distinto al concepto de la cultura helénica. Mientras que ésta se concentra en el equilibrio de la composición, en la simetría y en la perspectiva, aquella habla de “la hermosura del SEÑOR”, que consiste en asuntos de fondo y no de forma. La hermosura de Dios es su defensa de huérfanos, viudas e inmigrantes, es su misericordia que se renueva cada mañana. La hermosura del SEÑOR no es, por lo tanto, un asunto primordialmente estético (de forma), sino ético (de fondo).
Hemos de mantener vivo el equilibrio entre lo que decimos y el cómo lo decimos. Que nunca renunciemos a la prioridad del fondo, de la sustancia del evangelio, eterno e irrenunciable, y que al buscar un vehículo que consideramos digno y aceptable lo hagamos recordando que toda forma debe servir para recalcar el fondo, y nunca para traicionarlo ni ahogarlo por onerosos aspectos de nuestra cultura.
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