Las primeras generaciones evangélicas en América Latina desarrollaron principios teológicos con muchos paralelismos a los enarbolados por el anabautismo.
A Samuel Escobar y C. René Padilla, quienes me descubrieron el mundo de la Reforma Radical.
Una faceta del cristianismo a lo largo de la historia ha sido redescubrir el Evangelio de Jesús. En distintos momentos de lo que Jacques Ellul llama la subversión del cristianismo, es decir, cuando domina la falsificación de la fe neotestamentaria, se levantaron voces y movimientos llamando regresar a las raíces del mensaje proclamado y encarnado por Jesús el Cristo.
El escrito que hoy comparto lleva por título el de una conversación transmitida en línea en la que participaron Samuel Escobar, Joel Sierra y el redactor de estas líneas. Lo que sigue es mi intento reflexivo acerca de características del anabautismo presentes en el cristianismo evangélico que se fue enraizando en América Latina a principios de la segunda mitad del siglo XIX y, en buena medida, marcaron rasgos identitarios en las primeras generaciones de creyentes.
En el siglo XVI, dentro del amplio abanico de la Reforma Radical, emergieron varios tipos de anabautismo. Con el correr de los años la rama que más creció fue la que desde un principio enfatizó la conversión o nuevo nacimiento, la Revelación progresiva de Dios y la interpretación de la misma en clave cristocéntrica, la lectura e interpretación comunitaria de la Biblia, el bautismo de creyentes, compromiso con una comunidad de fe, la no violencia y/o construcción de paz, rechazo a las iglesias territoriales y sus mecanismos de control en asuntos de fe, participación de todos los creyentes (hombres y mujeres) en la evangelización, la membresía mayoritaria conformada por gente del pueblo, un marcado anti clericalismo y reivindicación del sacerdocio universal de todos los creyentes, discipulado en el seguimiento de Jesús y convicción de que el Espíritu Santo actuaba en sus vidas. Además, un factor que influyó en la vertiente anabautista constructora de paz, fue la cruenta persecución que padecieron tanto en territorios católicos como protestantes, lo cual significó que tuviesen muy presente la posibilidad del martirio, sufrir en el nombre de Cristo.
Es importante tener en cuenta que todo anabautista formó parte de la Reforma Radical, pero no todo reformador radical fue anabautista. Por ejemplo, Tomás Müntzer, que participó en el liderazgo de la insurrección de los campesinos en 1524-1525, no fue anabautista pero sí radical en su propuesta de que era necesario ir más allá de la Reforma Magisterial encabezada por Martín Lutero. Miguel Servet fue condenado a morir en la hoguera (27 de octubre de 1553, en Ginebra) y los cargos para imponerle tal pena fueron señalarlo de ser anabautista y anti trinitario. Aunque Servet no estuvo de acuerdo con el bautismo de infantes y simpatizó con los anabautistas, no practicó el bautismo de creyentes ni se involucró en la formación de comunidades de fe conformadas por personas conscientemente bautizadas.
Antes y después de los anabautistas del siglo XVI, cuyas notas distintivas he referido, existieron grupos que propugnaron el modelo Iglesia de creyentes, o sea, comunidades voluntarias que se articularon no tanto para reformar al cristianismo sino para restituirlo. En esa óptica se trataba de liberar a la fe de la cautividad babilónica en turno, para regresar a la sencillez del Evangelio y sus implicaciones salvíficas pero también éticas.
Los rasgos del cristianismo evangélico que más o menos por un siglo se asentó y desarrolló en América Latina tienen coincidencia con el ethos identitario del anabautismo del siglo XVI, y con énfasis posteriores de otros movimientos de renovación surgidos en los siglos XVII al XIX. Tenemos el caso del metodismo, cuyo fundador involuntario, John Wesley, tuvo su experiencia de conversión mediante el grupo de hermanos moravos que se reunían en la calle Aldersgate, en Londres. Wesley quedó impactado por la piedad y compromiso de los moravos, quienes tajantemente se opusieron a la esclavitud y, como los anabautistas del siglo XVI, hicieron tareas de evangelización en lugares de frontera impensados por el mainstream protestante.
Una observación pionera acerca del perfil inicial del cristianismo evangélico latinoamericano es la realizada por Samuel Escobar, cuando escribió que
Los grupos evangélicos que más se extienden en nuestras tierras adquieren un talante de protestantismo radical o anabautista. El protestantismo más respetable, el llamado “histórico”, se niega a emprender obra misionera en el seno de esta “cristiandad” establecida. Tal es el sentir de Edimburgo 1910, aquel gran primer cónclave ecuménico del siglo [XX]. Y sin embargo, el impulso misionero rompe el dique de esos escrúpulos teológico-políticos, y se lanza a la evangelización de estas tierras, partiendo a veces desde las filas mismas del protestantismo histórico.
[…] Hemos hecho referencia a adquirir un talante anabautista. Con ello es necesario aclarar que aunque muchos evangélicos de América Latina tienen su origen en misiones que no eran anabautistas en doctrina u origen histórico, por su carácter de minoría dentro de una cristiandad establecida adquirieron una manera de ser semejante a la de los grupos de la llamada Reforma Radical en el siglo XVI. Veamos.
En el seno de una cristiandad nutrida más de lo político que de lo espiritual, los evangélicos afirmaron la naturaleza espiritual del reino de Dios. En el seno de un cristianismo constantiniano con “iglesia oficial”, los evangélicos afirmaron la absoluta separación entre el trono y el altar (o el púlpito). Su presencia en el seno de una cristiandad nominal era fruto del énfasis en la experiencia transformadora de la conversión personal y consciente, más que de la tradición bautismal. La manera de explicar esta presencia, se dirigió por fuerza a señalar la “caída” histórica de la Iglesia Romana. Es decir tenemos una serie de elementos teológicos que señalan a la tradición anabautista (“El Reino de Dios, la escatología y la ética social y política en América Latina”, en C. René Padilla, editor, El Reino de Dios y América Latina, Casa Bautista de Publicaciones, El Paso, 1975, pp. 131-132).
Lo citado es parte de la ponencia dada por Samuel Escobar en la Segunda Consulta de la Fraternidad Teológica Latinoamericana (en Lima, diciembre de 1972), que, junto con otros textos de su autoría, “Heredero de la Reforma Radical” (en C. René Padilla, editor, Hacia una teología evangélica latinoamericana, FTL-Editorial Caribe, México, 1984, pp. 51-71), y “La Reforma Radical y la misión integral” (en C. René Padilla, editor, Raíces de un Evangelio integral. Misión en perspectiva histórica, Ediciones Kairós-FTL, Buenos Aires, 2020, pp. 121-140), dan cuenta del interés del autor en destacar la coincidencia de rasgos entre el anabautismo del siglo XVI y el inicial protestantismo evangélico latinoamericano.
Al enfrentar similar régimen de cristiandad (iglesias oficiales y territoriales) como el que persiguió a los anabautistas, las primeras generaciones evangélicas en América Latina desarrollaron principios teológicos con muchos paralelismos a los enarbolados por el anabautismo. Es decir, no existe la transmisión de una herencia directa o de continuidad histórica con los anabautistas. En este sentido el talante anabautista es resultado tanto del perfil iglesias de creyentes del cual procedían los misioneros y misioneras, como de las condiciones hostiles en que debieron desarrollar sus actividades de difusión del mensaje. Como otros en la historia, al igual que lo hicieron los anabautistas del siglo XVI y después distintos movimientos de renovación, los evangélicos latinoamericanos redescubrieron el significado de la misión de Jesús y sus implicaciones para las personas comprometidas con comunidades que son avanzada del Reino. Y la misión solamente puede llamarse cristiana si es encarnada según el modelo de Jesús, despojada de tentaciones de dominio y sin los recursos del poder político.
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