Jesús, con un criterio evidentemente muy superior al nuestro, apeló permanentemente a la oración como forma de comunicación constante con el Padre.
Leyendo hace unos días los varios textos de los Evangelios en los que Jesús, muy al comienzo de Su ministerio, reprende contundentemente a los demonios para que no desvelen quién es Él (de hecho, desde el principio se percibe una insistencia de parte de las fuerzas del mal por desvelarlo “demasiado rápido”, mostrándole como “El Santo de Dios”, diciéndole “sabemos quién eres” y otras alusiones), pensaba en cómo, tantas veces, cosas que resultan aparentemente buenas o convenientes, terminan no siéndolo.
Al fin y al cabo, podría pensar alguno o muchos de nosotros, ¿por qué tanta insistencia en que Jesús no fuera proclamado desde el principio como lo que era? ¿Por qué optar por un camino de sufrimiento cuando, desde el principio, podría haber sido encumbrado y puesto de manifiesto como Mesías? La necesidad de la cruz nos da, ante esto, todas las respuestas.
Acercándonos al texto, y en la ideografía parcial que tenemos acerca de Jesús, a menudo se nos olvida que Él fue completamente hombre y que, como tal, fue tentado de todas las formas posibles. Así se nos dice en las Escrituras. Pensar que en Él pudiera haber cualquier forma de inclinación hacia el mal, o cualquier tendencia a sentirse tentado por el poder o el deseo de fama nos resulta tan revolucionario que nos parece prácticamente blasfemia. Pero Él era humano, tuvo hambre y sed y, por tanto, deseos de comer y beber, entre otros que pueden o no mencionarse en nuestros textos.
Lo que sí se nos dice es que fue tentado en todo. Sin ir más lejos, Satanás intenta durante su retiro al desierto justo después de Su bautismo y llevado por el propio Espíritu, tentarle también con el poder y la adoración que podría tener en caso de postrarse y adorarle a él en primer lugar, Satanás. Y lo hace, además, en un momento de plena debilidad humana, en un ayuno de 40 días, cuando Su naturaleza era más frágil que nunca.
Siendo así las cosas, acercándonos a este Jesús, es que podemos ver Su humanidad más plena, como la vemos en el clamor de Getsemaní, o en su dolor ante la muerte de Su amigo Lázaro. Y esto tiene implicaciones acerca de la necesidad, si cabe aún mayor, de someterse a la voluntad suprema de Dios Padre.
La cuestión, sin embargo, no es tanto si Jesús era o no era tan humano (aunque este punto es absolutamente fundamental para nuestra comprensión del verdadero Jesús de la Biblia, completamente humano y, a la vez, completamente Dios), sino de qué manera se enfrentó, no solo a las tentaciones en sí, sino a las decisiones que iban asociadas a cada una de esas tentaciones.
Porque, si lo pensamos detenidamente, Jesús, ante cada tentación, como nosotros, debía decidir qué hacer: si ceder ante ella, colaborando en contra del Reino que venía a proclamar y dar a conocer, o ponerla en manos de Quién podía ayudarle a hacer lo que verdaderamente era el propósito del Padre: acercar ese reino al hombre y la mujer para salvación.
Esa es la gran cuestión: hay una toma de decisiones en la que, por muy atrayente, e incluso aparentemente buena que resulte la acción a tomar (como dejar que los demonios o aquellas personas a las que iba sanando dijeran cuanto antes quién era Él, porque al fin y al cabo estarían declarando lo que Él mismo también había venido a dar a conocer, esto es, que era el Mesías esperado, el Hijo de Dios), nada de eso importa si tal decisión no está sujeta a la voluntad del Padre.
Y eso, examinándolo con cierto detenimiento, nos deja con muy pocas posibilidades de tomar decisiones de forma independiente, si es que verdaderamente queremos que Su voluntad se cumpla, y que no permanezca la que realmente a nosotros nos resulte mejor.
Jesús estableció en Su corazón, y así lo vemos en su forma de proceder, que la voluntad del Padre debía prevalecer sobre todo. Y por tanto, no había decisión que no debiera ser sometida a la aprobación de ese, Su padre, nuestro Padre. Jesús, con un criterio evidentemente muy superior al nuestro, apeló permanentemente a la oración como forma de comunicación constante con Él, que guiaba cada uno de Sus pasos, pero también se agarraba sistemáticamente a la revelación conocida hasta entonces, repitiendo una y otra vez “Escrito está”, lo cual no es más que otra forma de establecer cuál era el verdadero criterio que había de hacerse ver.
Lo importante era lo que Dios Padre dijera, lo esencial era que Su voluntad se cumpliera sobre todo. Como Hijo y como ser humano tenía, permítanme la expresión, todas las “papeletas” para que la opción correcta fuera la sujeción a Dios y no otra. Y el resto de cosas y razones, más allá de lo muy atrayentes, o incluso piadosas y santas que pudieran parecer, debían ser sometidas al criterio primero y último que implica un verdadero sometimiento a Dios: Su propia opinión y voluntad, por encima de la nuestra, o de la que nos parece la opción acertada según nuestro criterio.
Trayendo esto a nuestras propias vidas, evidentemente quedamos muy lejos de este tipo de sujeción. Su voluntad nos interesa, no decimos que no. Pero muy a menudo no nos interesa tanto como nuestra propia opinión o inclinación natural a tomar decisiones por nuestra cuenta. Nosotros poniéndonos en la mente de Dios e intentando decidir qué es lo que Él haría.
Reconozcamos que, como mínimo, aunque hayamos de hacernos estas preguntas, llegar a creer que acertaremos sin más es, como mínimo, pretencioso. Es como si nos dijéramos “Esta decisión es muy fácil, está muy clara y, en esta en particular, no necesito ayuda de Dios. Puedo tomarla solo. Sé perfectamente lo que Él haría”.
Puede que no nos lo verbalicemos así, pero sin duda demasiado frecuentemente actuamos así. Tanto que lo hacemos todos los días, en mil y una situaciones que se nos presentan cotidianamente, y ni siquiera nos damos cuenta de ello. En un sentido muy obvio, vamos completamente por libre por la vida.
Siendo honestos y, de forma muy práctica, podemos tomar cualquier decisión. Al fin y al cabo, ¿quién o qué nos lo impide? Hemos sido creados con libre albedrío. En otro sentido, sin embargo, como cristianos que hemos decidido someter nuestra voluntad a Quien nos compró por sangre, no podemos. Al menos no en conciencia y sin faltar a la realidad de que esa decisión no tiene por qué coincidir con la voluntad del Padre y de hecho, en las más de las ocasiones, no lo hace. Porque nosotros no podemos comprender íntegramente Sus caminos, ni nuestros pensamientos son Sus pensamientos, aunque tenemos la mente de Cristo.
Para que esto se haga efectivo, necesitamos la guía del Espíritu Santo, y eso nos lleva de nuevo a Dios mismo, expresado en la tercera persona de la Trinidad. Porque nuestra mirada está demasiado centrada en nosotros mismos y en lo que nos resulta inmediato, pero las vistas de Dios, Padre, Hijo y Espíritu santo, son eternas, como lo son Sus propósitos.
Lo que aparentemente nos resulta agradable, aceptable, como en los pasajes del Evangelio que nos ocupan hoy, puede resultar en la más catastrófica y diabólica de las estrategias. Y si no tenemos Su visión, simplemente no vemos nada, más allá de lo que nuestros ojos y nuestra autosuficiente mente puedan decirnos a gritos.
Las voces de aquellos demonios gritaban por conseguir apartar a Jesús del camino a la cruz. Cualquier encumbramiento precipitado hubiese cambiado el curso de los acontecimientos que nos llevaron a ser salvos por Su vida. Haber dado cabida a aquellas voces hubiese resultado en la peor de las catástrofes y nuestra Salvación, el plan último de Dios para redimirnos a través del sacrificio del Hijo, hubiera estado comprometida. Tales son a veces las implicaciones de las, aparentemente, “buenas decisiones” tomadas al margen del Dios que todo lo sabe, más bien escogidas por aquellos que creemos saberlo todo.
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