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Lidia Martín
 

Evolución inversa

Nos hemos hecho más sensibles, más frágiles, más permeables a la dificultad y en el camino nos hemos ido dejando trozos de coraza.

EL ESPEJO AUTOR Lidia Martín 01 DE OCTUBRE DE 2016 21:55 h
Foto: Unsplash

En 2014 España consiguió un nuevo récord histórico de suicidios: 3910, un 1% más que en 2013. Y no somos de los que tenemos la tasa más alta (de nuestro entorno solo están mejor Reino Unido, Italia o Grecia), aunque eso no resta importancia a que se suicidan en España unas 10 personas al día, lo cual da verdadero miedo.



Porque además no es gente psiquiátricamente inestable necesariamente, sino gente absolutamente normal en muchos casos a la que, simplemente, las circunstancias se le han dado la vuelta y opta por soportar mejor los horrores de la muerte que los horrores de la vida.



Para que podamos hacernos una idea, y entendamos que el suicidio sigue siendo la primera causa de muerte externa en España, los suicidios duplican las víctimas por accidente de tráfico al año y las víctimas de homicidio, sumando hombres y mujeres, según datos de Eurostat.



Y algo debe estar sucediendo aquí, en este mundo occidental nuestro porque, por otro lado, tal y como escuchaba hace pocos días en una entrevista, vivimos los mejores tiempos históricos posibles, en cierto sentido. ¿Cómo es posible entonces esta correlación inversa, mejores tiempos-mayor tasa de suicidio? ¿Será que estamos involucionando, en vez de evolucionar?



Si a la mayoría de personas le preguntasen en qué época histórica les gustaría vivir, o incluso, planteándolo de otra manera y asumiendo que todos tenemos que pasar en algún momento por enfermedad y sufrimiento, nos preguntaran en qué época preferiríamos vivirlo, la mayoría elegiríamos sufrir en esta época y no en otras, porque precisamente nuestra era “garantiza”, aparentemente, mucho mejor la supervivencia, que es lo que se supone que intentamos preservar: mejores recursos e investigación, avances médicos, más conocimiento, condiciones de vida más aceptables económicamente hablando que en épocas como, por ejemplo, la edad media u otras… sin embargo, nos suicidamos más, y alguna explicación debe haber para esto.



Las soluciones simplonas sobran en este tipo de tema, especialmente sensible además porque, alrededor de cada suicidio, queda un reguero de cadáveres en vida que intentan tirar de su existencia como bien van pudiendo tras la desaparición de un ser amado.



Y la escalada sigue, claro, porque cuando una persona se suicida, en más de una ocasión despierta los deseos de suicidarse en los que quedan también, que no se quieren ni imaginar lo que les espera por delante.



Pero debe ser que, como sociedad, no solo hemos cambiado a nivel tecnológico, económico o formativo, áreas en las que claramente hemos avanzado, sino que de alguna forma nos hemos hecho más sensibles, más frágiles, más permeables a la dificultad y en el camino nos hemos ido dejando trozos de coraza, de esa que permitía a los antiguos pasar por todo tipo de calamidades y sacar sus vidas y las de los suyos para delante, sin optar por el suicidio como salida.



No voy a entrar a debatir si el suicidio es la opción más fácil o la más difícil. Porque tiene probablemente sentido cualquiera de los dos planteamientos, solo que depende del cristal con que se mire. Y eso sería, además, caer en el tipo de debate que justamente se quiere evitar aquí.




  • ¿Nos enfrentamos a problemas más difíciles ahora?

  • O quizá ya no hace falta que los problemas sean tan graves porque, simplemente, es que estamos tan tremendamente escasos de recursos que ya no podemos enfrentar ni las mínimas cosas que la vida nos plantea?

  • ¿Será que ya no aceptamos ni las cuotas mínimas de malestar, las que vienen de serie en el pack de nuestra vida, y que cuando aparecen necesitamos huir despavoridamente?

  • ¿Pudiera ser que nos hayamos estado agarrando a valores por los que lo damos todo, para encontrarnos al final con que esos valores realmente no nos dan nada?



Cuando pensamos en los valores que nos mueven hoy día, francamente es difícil no considerar el suicidio como opción plausible para muchos. Pensémoslo con cierto detenimiento: ¿cuáles son los valores que mueven nuestro mundo, este occidental en el que vivimos? Materialismo, hedonismo, individualismo… ¿y qué nos aportan cada uno de ellos a la hora de la verdad?




  • Si nos agarramos a una forma de vida en la que el materialismo reine, uno descubre en poco tiempo que su identidad no es estable, sino tan voluble como aquello que posee, que hoy está y mañana no está. En ese entorno las relaciones, el éxito, la popularidad o las perspectivas están absolutamente condicionadas a que este sistema capitalista nuestro se ponga de nuestra parte. Pero al mínimo revés, cuando las cosas se vengan en nuestra contra, y desapareciendo aquello sobre lo que nuestra identidad y nuestro valor se sustentaban, no tendremos nada que hacer y la idea del suicidio tendrá más posibilidades de aparecer.

  • ¿Qué decir de lo que el hedonismo nos aporta? Si hay algo efímero y transitorio, eso es precisamente el placer. Va y viene, y no siempre que viene nos da lo que habíamos pensado. De hecho, el sentimiento habitual suele ser que junto al elemento “placer” rápidamente suele acompañarle el elemento “decepción”. Porque las expectativas de encontrar verdadera felicidad en ese placer suelen ser muy altas. Cuando se trata, además, de un placer materialista, me atrevería a decir que mucho más. Con lo que promesa tras promesa, decepción tras decepción, y habituándonos rápidamente al placer como lo hacemos (rápidamente pierde su tono placentero aquello a lo que nos hemos acostumbrado, por muy bueno que fuera), la sensación de malestar y vacío es inmensa, de forma que las ideas de suicidio caben con facilidad en ella.

  • El individualismo, que consideramos en nuestra sociedad como uno de nuestros grandes logros, de nuestras mayores conquistas, ha resultado ser una de las formas más sangrantes de soledad posibles. Porque la hemos elegido nosotros, pero más allá, la hemos alimentado nosotros concienzudamente a lo largo de las últimas décadas. Hemos preferido olvidar que las penas acompañadas por quienes tenemos cerca son menos penas y, por tanto, en los peores momentos de nuestra vida, cuando hemos sido abanderados de la independencia, de la autosuficiencia y de ir por la vida como llaneros solitarios, descubrimos que estamos profundamente solos. Nos falta el abrazo, el cariño desinteresado, la profundidad en las relaciones que te salva tantas veces del vacío, el rayo de luz que el apoyo de un amigo te proporciona… y todas estas faltas son alimento para una idea de suicidio que puede no tardar en llegar.



Estos son solo algunos pequeños ejemplos de por qué estamos donde estamos, de por qué vamos hacia atrás en vez de hacia delante. Hemos olvidado aquella famosa frase de Blaise Pascal que decía “En el corazón de todo hombre existe un vacío que tiene la forma de Dios. Ese vacío no puede ser llenado por ninguna cosa creada. Solo puede ser llenado por Dios, hecho conocido mediante Cristo Jesús”, que encarna justamente todos los antivalores para esta sociedad: una identidad como Hijos del Rey de los Tiempos, una llenura que excede y traspasa cualquier forma de placer terrenal o inmediata, porque tiene además carácter eterno, y una relación íntima y estrecha con un Dios personal, que decidió tomar forma humana y dar Su vida por nosotros para que nosotros no tuviéramos que perderla.


 

 


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