Necesitamos pensar teodiceas más elaboradas que satisfagan las difíciles preguntas formuladas por el hombre de hoy.
Durante casi toda la historia del cristianismo se mantuvo la creencia en un planeta reciente que albergaba una vida también joven. Sin embargo, a lo largo de los dos últimos siglos y como consecuencia del auge de la ciencia, la opinión de la mayor parte del mundo cristiano sobre este asunto ha cambiado.
Hoy, en general, se tiende a creer que el universo y la Tierra son mucho más antiguos de lo que una interpretación literal del relato bíblico pudiera dar a entender. Por supuesto, esto no quiere decir que no existan creyentes de buena fe convencidos de que el mundo fue creado hace diez o quince mil años, o que no se publiquen buenas investigaciones que adoptan este marco temporal de referencia. Pero, lo que está claro, es que el creacionismo de la Tierra joven constituye una cosmovisión minoritaria dentro del mundo cristiano actual.
La razón del mal en un mundo reciente era fácil de explicar. La muerte y sus consecuencias entraron en el cosmos a causa de la desobediencia de nuestros primeros padres. No hubo defunción alguna -ni animal ni humana- antes de tal caída y, por tanto, los miles de fósiles pertenecientes a seres vivos que evidencian los estratos de rocas sedimentarias por toda la corteza terrestre del planeta tuvieron que ser consecuencia directa de un diluvio universal posterior. ¿No sería una contradicción bíblica que hubiera habido muerte antes del pecado original? Semejante teodicea funcionó bien hasta la Reforma protestante porque las iglesias mantenían una posición creacionista textual y aceptaban un planeta creado recientemente. No obstante, la geología y biología del siglo XIX, así como la física y cosmología del XX, colocaron sobre la palestra este problema de la existencia del mal natural anterior a la caída humana. Y, lo que era peor, pusieron en entredicho la veracidad del relato bíblico de la creación. ¿Cómo seguir creyendo en la benevolencia de un Dios que permite el sufrimiento, la muerte y la extinción de incontables organismos a lo largo de las eras geológicas, antes de que los primeros humanos cometieran el acto pecaminoso por el que se les inculpa a ellos y al resto de la creación?
Esta cuestión, entre otras, sigue estando detrás de los argumentos de ciertos neoateos como Richard Dawkins, Christopher Hitchens, Sam Harris o Daniel Dennett. Mucha gente que niega la existencia de la divinidad, que lee y se identifica con sus obras, lo hace porque, en el fondo, no puede aceptar que un Dios que ha creado el mundo de esa manera pueda ser, a la vez, bondadoso. En mi opinión, tal asunto resulta primordial hoy en la tarea evangelizadora. Necesitamos pensar teodiceas más elaboradas que satisfagan las difíciles preguntas formuladas por el hombre de hoy. Debemos hallar respuestas convincentes que den razón de la bondad de Dios en todo lo que hace y reflejen su amor incondicional hacia el ser humano. ¿Será verdad que “a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien”, como decía Pablo en su carta a los Romanos (8:28)? Estoy convencido de que así es, pero amar a Dios implica también esforzarse cada día por conocerle mejor e intentar aproximarnos algo más a su inefable misterio.
El propósito fundamental de toda teodicea cristiana es demostrar al mundo que el Dios omnipotente y bondadoso es capaz de coexistir con un universo sometido al mal. Según la Biblia, Dios lo creó todo a partir de la nada. Su providencia divina sigue actuando en el mundo y toda especie de mal que pueda darse en cualquier momento -tanto el mal natural como el moral- tendrá siempre su origen en el pecado humano. Soy consciente de que ciertas teologías actuales no están de acuerdo con alguna o ninguna de estas afirmaciones. A pesar de ello, creo que las tres son verdaderas y deben formar parte de una teodicea cristiana actualizada. Este es precisamente el núcleo del argumento que William Dembski plantea en su libro El fin del cristianismo, y que deseo traer seguidamente a colación. En este sentido, el conocido teólogo y matemático norteamericano escribe: “La idea central de esta teodicea es que las consecuencias de la caída pueden ser tanto retroactivas como prospectivas (así como el efecto salvífico de la cruz no se proyecta solo hacia el futuro sino también hacia el pasado, salvando, por ejemplo, a los santos del Antiguo Testamento).”1
La muerte de Cristo ha sido siempre el fundamento para la salvación de cualquier ser humano. Nadie ha podido salvarse de otra manera, ni antes ni después de la cruz. Sólo a través del sacrificio de Jesucristo fue posible saldar la deuda contraída tanto por los creyentes del Nuevo, como por los del Antiguo Testamento. La fe sincera en Dios constituyó el requerimiento necesario para la salvación de cualquier criatura humana. Ya en el primer libro de la Biblia, se dice de Abraham que creyó a Dios y eso le fue contado por justicia (Gn. 15:6; Ro. 4:3-8). De la misma manera, el sistema sacrificial propio del viejo pacto no quitaba el pecado sino que apuntaba hacia el sacrificio definitivo, universal y transhistórico del Señor Jesús (He. 9:1-10:4).
Dembski sugiere que el pecado de desobediencia del ser humano primigenio fue tan notablemente importante para Dios que sus consecuencias fueron también cósmicas y transhistóricas. Es decir, una desastrosa hecatombe universal que tenía como finalidad llamar nuestra atención, convencernos de la gravedad de nuestro pecado y hacernos recapacitar para que recuperemos la sensatez y nos volvamos de nuevo a él. De la misma manera que el sacrificio redentor de Cristo no sólo redime a quienes nacieron después de dicho acontecimiento, sino también a los santos anteriores, ¿por qué no iba a poder un creador omnipotente que trasciende el tiempo, anteponer los efectos negativos a la causa pecaminosa que los produjo? Dios puede actuar de manera previsora para anticipar acontecimientos que aún no han ocurrido. Nuestra lógica humana nos ha conducido siempre a pensar que la muerte y las demás consecuencias degenerativas de la caída deben proyectarse solo hacia el futuro. Así siguen entendiéndolo, por ejemplo, los creacionistas de la Tierra joven. Sin embargo, en realidad, no hay nada que nos impida concebirlas también hacia el pasado. O sea, con sentido retroactivo y, por tanto, la caída pudo ser posterior a todos los males naturales de los cuales ella es responsable.
El tiempo no puede limitar a Dios y esto permite suponer que, de la misma manera que su omnipotencia hace posible que un acontecimiento futuro -como la muerte de Cristo en la cruz- sea la causa de una salvación anterior -la de los santos del Antiguo Testamento-, también resulta factible pensar que ese mismo Dios omnipotente sea capaz de hacer que el mal natural preceda a la caída e incluso así, que dicha caída constituya la causa que lo produjo. De esta manera, todos los millones de muertes y extinciones de especies animales que refleja el registro fósil antes de la aparición del ser humano, así como las catástrofes naturales de todo tipo que muestra la geología histórica, serían consecuencia retroactiva de la rebelión del hombre contra su creador. La Biblia enseña que la caída trastocó un cosmos que no había sido diseñado para la muerte sino para la vida y también indica que el creador no está limitado por el tiempo que él creó en su infinita sabiduría. Tal como escribe el profeta Isaías: “Acordaos de las cosas pasadas desde los tiempos antiguos; porque yo soy Dios, y no hay otro Dios, y nada hay semejante a mí, que anuncio lo por venir desde el principio, y desde la antigüedad lo que aún no era hecho; que digo: Mi consejo permanecerá, y haré todo lo que quiero” (Is. 46:9-10). Dios puede perfectamente anticiparse a los acontecimientos humanos futuros: “Y antes que clamen, responderé yo; mientras aún hablan, yo habré oído” (Is. 65:24).
Tales intervenciones divinas no impiden al hombre ejercer su libertad sino que únicamente se anticipan a sus consecuencias. El mal natural que muestra la actual naturaleza caída es, por tanto, un reflejo del mal moral que penetró en el corazón humano como consecuencia del poder corruptor del pecado. Por tanto, la muerte, la injusticia y tantos males naturales de este mundo se convierten así en instrumentos que evidencian la gravedad de nuestro pecado.
No obstante, la buena noticia es que el mal no tiene la última palabra. El Nuevo Testamento afirma, mediante la pluma del apóstol Pablo, que hay luz al final del túnel. “Pues tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse” (Ro. 8:18). Aquél primigenio “árbol de vida” del Edén, negado a nuestros primeros padres, se convirtió con el transcurso del tiempo en el madero del Gólgota. Jesús resucitó de esa muerte y nos permitió recuperar la inmortalidad perdida. El mal y la muerte son las dos caras de una moneda que sólo tiene curso legal aquí. No en el más allá.
1 Dembski, W. A., 2010, El fin del cristianismo, B&H Publishing Group, Nashville, Tennessee, p. 10.
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