“Traspasé los límites de la histeria y comencé a investigar la vida sexual de los enfermos llamados neurasténicos, que acudían en gran número a mi consulta. Este experimento me costó gran parte de mi clientela; pero me procuró diversas convicciones, que hoy día, cerca de treinta años después, conservan toda su fuerza.” (Freud, 1970: 33).
Freud hizo un insólito descubrimiento: se dio cuenta que detrás de los fenómenos neuróticos se escondían perturbaciones sexuales ocurridas en el pasado. Por tanto, la sexualidad tenía mucha más trascendencia psíquica de lo que hasta entonces se creía.
Conflictos de carácter sexual no resueltos a una temprana edad podían estar en el origen de muchas neurosis. Cuando el niño o la niña, entre los tres y seis años de edad, descubrían las diferencias entre sus órganos sexuales, podían producirse complejos como el de Edipo o el de castración, que más adelante tenían que resolverse satisfactoriamente. Si esto no ocurría así entonces se generaban las neurosis. Freud explicaba el complejo de castración afirmando que la visión de los genitales femeninos producía miedo en los niños porque éstos lo interpretaban como la mutilación producida por un castigo y, en cambio, las niñas sentían envidia de los varones porque ellas carecían del miembro viril. Lo normal era que a medida que iban madurando estos complejos sexuales se resolvieran bien.
Tales afirmaciones resultaron muy conflictivas en los días de Freud ya que ni la psicología ni la moral pública aceptaban la existencia de una sexualidad infantil. Hasta entonces se pensaba que ésta no se despertaba hasta la edad de la pubertad.
Sin embargo, sus experiencias parecían confirmar que el impulso sexual no era patrimonio exclusivo de los órganos genitales adultos sino que se podía ampliar a todas las zonas erógenas del cuerpo y a todas las edades. En su opinión, los niños recién nacidos no sólo tenían necesidad de alimento sino también de satisfacción erótica, en el sentido de contacto corporal estrecho y placentero con los demás. Freud empezó a hablar de la libido para referirse a la energía de las pulsiones sexuales, tanto en niños como en adultos, que no estaban limitadas a los órganos genitales sino que representaban una función corporal bastante más extensa que tendía al placer.
Según tales criterios señaló la existencia de cuatro fases distintas en la evolución de la sexualidad infantil, capaces de establecer las características diferenciales de la personalidad adulta: la etapa oral que se daba durante el primer año de vida y en la que la principal fuente de placer era la boca y la alimentación; la etapa anal, entre el primer y segundo año, en la que este esfínter y su función excretora constituían la principal fuente de placer para el bebé; la etapa fálica, que variaba entre los tres y los seis años, durante la cual se descubrían los órganos genitales como centro placentero por excelencia, era también la época en la que se originaba el complejo edípico y el de castración; finalmente, el periodo de latencia, de los seis a los doce años de edad, coincidía con la resolución de tales complejos y era un tiempo de tranquilidad pulsional que desembocaba en la pubertad.
“Realmente, es tan fácil convencerse de las actividades sexuales regulares de los niños, que nos vemos obligados a preguntarnos con asombro cómo ha sido posible que los hombres no hayan advertido antes hechos tan evidentes y continúen defendiendo la leyenda de la asexualidad infantil. Este hecho debe depender, indudablemente, de la amnesia que la mayoría de los adultos padece por lo que respecta a su propia niñez.” (Freud, 1970: 53).
Según el freudismo la raíz del complejo de Edipo en el niño hay que buscarla alrededor de los cuatro o cinco años de edad. En esa época la mayoría de los niños empiezan a ser capaces de renunciar a la compañía habitual de los padres y comienzan a relacionarse con otras personas. Los vínculos de componente erótico que hasta ese momento mantenían con la madre se debilitan. Si se les permitiera que tales relaciones continuaran, a medida que los pequeños fueran madurando se sentirían sexualmente ligados a la madre y no sería posible superar el complejo edípico (profundo rechazo del padre porque éste disfruta de la posesión sexual de la madre).
No obstante, en la mayoría de los casos esto no ocurre porque los niños aprenden a reprimir de forma inconsciente sus deseos eróticos hacia la madre. El caso de las niñas fue menos elaborado por Freud, aunque supuso también que el proceso ocurría de manera inversa al de los varones. Las niñas reprimían sus deseos eróticos hacia el padre y aprendían a superar el rechazo inconsciente hacia la madre.
“[...] el niño reconoce en el padre a un rival con el que compite por el afecto de la madre. Al reprimir los sentimientos eróticos hacia su madre y aceptar al padre como un ser superior, el niño se identifica con él y se hace consciente de su identidad masculina. Renuncia al amor por su madre porque siente un miedo inconsciente a ser castrado por el padre. Por el contrario, las niñas supuestamente sufren de “envidia del pene” porque carecen del órgano visible que caracteriza a los niños. La madre se devalúa a los ojos de la niña porque también ella carece de pene y es incapaz de proporcionarle uno. Cuando la niña se identifica con la madre, acepta la actitud sumisa que supone reconocer que sólo se es la “segunda”. (Giddens, 1998, Sociología, Alianza Editorial, Madrid, 140).
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