A los diecisiete años ingresó en la universidad para estudiar medicina, carrera para la que no tenía una especial vocación. Pronto sufrió la incomprensión de alumnos y profesores por el hecho de ser judío.
“La Universidad, a cuyas aulas comencé a asistir en 1873, me procuró al principio sensibles decepciones. Ante todo, me preocupaba la idea de que mi pertenencia a la confesión israelita me colocaba en una situación de inferioridad con respecto a mis condiscípulos, entre los cuales resultaba un extranjero. Pero pronto rechacé con toda energía tal preocupación” (Freud, 1970, Autobiografía, Alianza Editorial, Madrid, 11).
Los estudios de medicina los alternó con clases en la facultad de filosofía y con trabajos experimentales en un instituto de fisiología de Viena. En 1881 obtuvo el doctorado en medicina y continuó realizando trabajos de laboratorio acerca del sistema nervioso de los peces.
No obstante, esta ocupación no le proporcionaba suficientes recursos económicos para vivir y empezó a poner en práctica la medicina que había estudiado. Comenzó a trabajar en el Hospital General de Viena y en otros centros donde podía seguir investigando en enfermedades nerviosas y escribiendo sobre las mismas.
Contrajo matrimonio con Marta Bernays, hija de una conocida familia judía de Hamburgo. La ceremonia religiosa se hizo por el rito hebreo y aunque a Freud le disgustaba todo lo religioso, tuvo que aceptar la voluntad de la familia de la novia e incluso memorizó unos textos hebreos para recitarlos durante la celebración.
Después de la boda, la influencia que ejerció sobre su esposa hizo que ésta fuera abandonando paulatinamente las costumbres ortodoxas judías. A pesar de esto el matrimonio fue feliz, tuvieron tres hijos y tres hijas que aportaron estabilidad a la familia en los momentos difíciles. Aunque sus teorías abogaban por “una vida sexual incomparablemente más libre” que la propia de su tiempo, Freud vivió su matrimonio de acuerdo a la más estricta moralidad.
Gracias a la intervención de su antiguo profesor Brücke,
se le ofreció una beca para ir a estudiar al Hospital de la Salpêtrière de París. Allí aprendió del doctor Jean Martin Charcot la técnica de la hipnosis, que este prestigioso neurólogo empleaba para curar a enfermos de histeria, tanto mujeres como hombres.
Poco a poco los intereses científicos de Freud fueron experimentando un cambio y pasaron desde la fisiología o la neurología a la psicología o psicopatología. Su aportación más importante, la teoría del psicoanálisis, que será analizada más adelante, surgió influenciada por las dos grandes tradiciones psicológicas de la época: la neuropatología alemana y la psicopatología clínica francesa.
Freud fundó en la ciudad donde realizó su carrera, una agrupación psicológica que constituyó el germen de lo que sería después la Sociedad Psicoanalítica de Viena.
Hacia el final de sus días llegó a convertirse en un personaje histórico viviente. La fama que tenía por todo el mundo le fue muy útil frente a los nazis. A pesar de que cuando éstos entraron en Viena le cerraron la editorial que poseía y le prohibieron que continuara ejerciendo la medicina, le permitieron también, gracias a la mediación del presidente Roosevelt, salir del país y exiliarse en Londres.
Antes de su partida, un oficial de la Gestapo le exigió que firmarse un documento en el que se decía que había sido bien tratado por la policía nazi. Después de firmar, Freud pidió al oficial que le dejara escribir algo más y, con el humor irónico que le caracterizaba, anotó: “Sólo me resta recomendar la Gestapo a todo el mundo”.
El éxito y la popularidad que alcanzó en su madurez no pudieron contrarrestar la tristeza y amargura que caracterizaron sus últimos años de vida.
Algunos de sus mejores amigos y discípulos, como Breuer, Adler y Jung, le abandonaron y fueron muy críticos con los planteamientos del psicoanálisis. En 1920 murió su hija Sophie, con tan sólo veintiséis años de edad. Tres años después lo hacía también su nieto de cuatro años, Heinz, que era hijo de Sophie. Todo esto fue un duro golpe para Freud.
Pero la desgracia no se detuvo ahí. Ese mismo año, 1923, se le diagnosticó un cáncer en la mandíbula del que fue intervenido en treinta y tres ocasiones. Vivió durante dieciséis años en medio de dolores y se le tuvo que implantar una prótesis que le desfiguró el rostro y el habla.
Sin embargo, en medio de todas estas contrariedades siguió escribiendo y recibiendo pacientes hasta un mes antes de morir. En ocasiones se refería a su existencia como a “una pequeña isla de dolor en un mar de indiferencia” (Jones, 1984, Freud, 2 vols., Salvat, Barcelona, 26) y estaba convencido de que “la vida es un asunto feo, irracional y humillante”.
Nunca quiso tomar calmantes o analgésicos y sólo al final, cuando el médico le aseguró que su fin estaba próximo, pidió morfina para pasar del sueño a la muerte.
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