No hace mucho estaba escuchando una espléndida predicación, no exactamente acerca del toque del Señor; pero si acerca de personas que esperaban por muchos años ver al Señor de alguna manera.
La primera persona de la que se habló fue de
Simeón. Estuve repasando en mi Biblia detalles específicos sobre este precioso y venerable anciano y dice la Escritura que era justo, piadoso, esperaba la consolación de Israel y… algo en lo que nunca había reparado: “el Espíritu Santo estaba sobre él” y sigue en la misma línea…. le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes que viese al Ungido del Señor y movido por el Espíritu Santo vino al templo.
Simeón ya era muy anciano cuando la promesa de su vida se cumplió. No sé cuantas veces habrá flaqueado su fe debido a la tardanza, pero… casi al final de su vida, súbitamente!! la promesa llegó y cuando vivió ese momento pudo decir: “Ahora, Señor, despide a tu siervo en paz… porque han visto mis ojos tu salvación”.
Otra persona que, después de una impresionante larga espera, vio y sintió el toque del Señor fue
Ana, profetisa, de edad muy avanzada, viuda desde hacía ochenta y cuatro años… mmmmmm ….. demasiados años, quizá muchos para algunos, pero Ana supo esperar y recibiría el toque o, más bien, la visión del Señor.
Hay una mujer que siempre me impresionó, desde niña. En la casa de mis abuelos había un precioso cuadro grande hecho a plumilla sobre la figura de esta mujer, se la veía con un manto sobre su cabeza y con un cántaro de barro para agua entre sus brazos. Este cuadro colgaba de una de las habitaciones de la casa donde yo dormía muchas veces y, todavía recuerdo como observaba ese cuadro cada vez que me acostaba y cuando llegaba el amanecer, mientras la luz del alba comenzaba a dejarse ver a través de las ventanas y me despertaba la tenue luz, allí estaba al fondo,
la samaritana!! y mi mente de niña, que ya entonces se dejaba llevar mucho por la imaginación la observaba y sacaba mil lecturas.
Me encanta el encuentro de Jesús con esta marcada mujer. Iba al pozo al mediodía, no quería ver a nadie, estaba demasiado herida por la vida, no esperaba ver a ninguna persona, pero…. súbitamente!! se topó frente a frente con el mismísimo Jesús y aquel encuentro marcaría su vida para siempre.
El último toque del que escuché hablar en aquella noche me impresionó y –literalmente- me hizo llorar. Se refería a algo tan archiconocido para mí como
el paralítico del estanque de Betesda. Treinta y ocho años tirado sobre sus harapos y su invalidez; cuando el ángel bajaba y removía las aguas, nadie, jamás, le había ayudado a acercarse al estanque y por si solo era imposible llegar. Supongo que sus lágrimas se habían agotado igual que sus fuerzas, sus ilusiones y hasta su confianza. Pero, cuando menos lo esperaba, allí…. súbitamente!!!... llegó Jesús y le tocó y aquel toque trajo para él sanidad, salvación y una nueva vida.
Cuando yo era muy jovencita una buena amiga me prestó un libro que llevaba por título: “Él me tocó”, cada capítulo contaba la historia verídica de una mujer que había sido tocada por el Señor y cada una de ellas escribía el capítulo. Recuerdo uno que me impresionó, era el de una mujer que había sido homosexual, algo que en aquellos tiempos no estaba en boga como ahora y estaba lógicamente muy mal visto. Pero aquella mujer real, de carne y hueso, sintió el toque del Señor sanándola y liberándola.
El último capítulo de aquel viejo libro estaba escrito por una mujer con un pasado tremendamente duro, entre otras cosas había sido prostituta y aquel capítulo final del libro termina con un: “Incluso a mí, también Él me tocó”.
Me he inspirado, para escribir este artículo en una preciosa predicación, aunque podéis comprobar que hay mucho más de mi propia cosecha, pero aquella bendita noche, sobre todo cuando escuché lo del paralítico de Betesda que había esperado la liberación de su vida durante treinta y ocho años, simplemente supe que el Señor me estaba hablando a mí, a mí, si!! Y las lágrimas no paraban de caer sobre mis mejillas y hoy puedo decir que aquella noche, sentí el poderoso, gigante, bendito, fuerte y a la vez dulce toque de mi Señor acariciando mi alma, sanando mis heridas y diciéndome: “Levántate, come, descansa, porque larga jornada te espera”.
No fue fácil, nunca es fácil obedecer al Señor; pero cuando Su precioso toque nos llega de manera poderosa, deja sobre nosotros una impronta tremenda de Su Santo Espíritu que nos trae la calma y la paz.
Quieres recibir ese toque?... dice la Escritura que si nos acercamos a Dios Él se acercará a nosotros y te puedo asegurar que Dios es fiel y galardonador de los que le buscan.
Quiero terminar este artículo con las palabras de un coro que…. Dios mío!! casi ni me acordaba, pero que hasta el día que hoy sigue siendo una realidad en mi vida y bendigo a mi Señor por esa inamovible realidad.
“Nunca, nunca, Cristo me ha dejado,
Nunca, nunca, me ha desamparado.
En la prueba dura y en la dura prueba,
Jesucristo nunca me desamparará”.
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