Al escribir estas notas sobre el papel de la moneda en la economía, tengo en cuenta varios aspectos que eliminan cualquier pretensión de “dar soluciones”.
Lo primero es reconocer el privilegio de
poder escribir con libertad sobre este u otros asuntos. Esto es algo poco común. En muchos lugares hoy no se puede hacer. Luego está la constatación de que para millones de personas, todas con la misma dignidad conferida por el Creador, la “ciencia económica” consiste por imposición de sus circunstancias en
lograr, cada día, algo de comer para su familia.
Hablarles del papel de la moneda o de la moneda de papel no tiene mucho sentido, pero sí es necesario que como cristianos reflexionemos sobre estas cuestiones, porque puede que el que esas personas no atisben más ciencia económica que la simple subsistencia diaria, sea consecuencia de cómo en otros lugares se está funcionando en economía. Seguro que no siempre habrá una causa directa, pero en muchos casos sí, de que la economía de subsistencia de una región en el mundo sea resultado de la existencia de una firma estampada sobre un documento comercial por algún “experto” en economía, muy bien alimentado y con un asiento extraordinariamente cómodo, de alguna empresa, banco o gobierno.
Está, además,
la dificultad de los términos debido a la diferencia de posiciones. Definir “moneda”, o dinero, supone meterse en todo un campo de ideas múltiples. Por eso nos quedamos aquí con referencias primordiales, sin entrar en escuelas económicas específicas.
Lo mínimo que tenemos que admitir es que para el intercambio de bienes es necesaria la presencia de un elemento que sirva para “valorar” esos bienes sin que tengan que transportarse. La moneda sería ese elemento por su valor contable (con ella se puede “contar” el valor de las cosas) y su capacidad de almacenar el valor de los bienes para el futuro. Desde esta perspectiva no sería tan importante la “forma” de la moneda, sino su función. Aunque algunos dan a la forma el valor supremo (así lo hacen algunos escritores cristianos siguiendo a escuelas específicas), y requieren que esa forma esté fundada en el patrón oro, que tenga un valor propio. Es verdad que si la moneda está ella misma “medida” por su valor intrínseco, eso puede beneficiar una economía más equitativa y justa, más “moral”. Pero esto no siempre será así; no se puede hacer de la forma de la moneda un ídolo, entre otras cosas, porque la moneda con valor intrínseco la puede tener la cultura cainita, y no por eso deja de ser cainita.
La ética aparece en el uso, no en la forma. También es cierto, que algunas formas de moneda pueden favorecer el buen uso y otras hacerlo casi imposible. Cuando se quiere hacer un mal uso (mal en el sentido ético, para los interesados será un “buen” uso) se buscará una forma de moneda más acorde con esos fines. Eso es lo que ocurre en la actualidad.
Se trata de un símbolo de confianza. La moneda, en cualquier forma que se presente, requiere para su utilidad la confianza de las gentes que la usa. Si la forma tiene un valor intrínseco, parece que suscita más confianza, de todos modos lo importante es que sea “confiable”. La medición propia de una moneda en su aportación de oro o plata supone una especie de poder estabilizador de las economías, sin derrumbes inflacionistas, y sería como un “policía neutral” que impediría a los gobiernos nacionales “pasarse de las barreras de seguridad”. Aunque no sea lo único, es verdad que la presencia de monedas falseadas es un dato unido siempre a la caída de las grandes civilizaciones. En esa estamos hoy.
Precisamente cuando hablamos de confianza, nos metemos de lleno en la realidad de la política, del Estado. Para comerciar se debe tener confianza en que no te roben por el camino. La seguridad de las vías es el medio necesario para que camine el comercio. El Estado debe impedir la acción de los ladrones. Pero hay también otros “ladrones” que no son de camino, que privan de la adecuada confianza a los que comercian: las monedas falseadas. El Estado debe impedir la acción también de esos “ladrones”, y garantizar que la medida de valor que expresa la moneda sea real.
Estrictamente hablando, el Estado no puede “crear” la moneda, sino solamente garantizar su validez. Cuando la moneda decía contener tal o cual parte de oro o plata, el Estado garantizaba (o debía hacerlo) que eso era cierto. Las monedas pertenecen a la sociedad, a sus propietarios (que tienen ese “dinero”); el Estado protege a esos propietarios y a las vías para que caminen todos los ciudadanos libremente, y recibe de esos propietarios unos tributos para su sostenimiento y poder cumplir su misión. El Estado, pues, solo tiene lo que le “dan” los ciudadanos a los que representa. Esto suena bien; atrás ha quedado el absolutismo de los reyes que eran los “dueños” del reino, y “daban” ellos a sus súbditos, los cuales solo tenían lo que el rey les daba por su gracia. (Estos reyes se “crearon a sí mismos” como imagen de Dios, el Rey Soberano de todo.) Pero en nuestra situación actual suena otra cosa.
No digamos ya que los propios ladrones (que también ocurre), sino los comerciantes, los que fabrican y venden productos, no vean al Estado solo como un protector de la libertad social para todos, sino que busquen que sea un “promotor” de sus propios intereses comerciales, que pretendan que se convierta en una sección de su empresa. Aquí nos encontramos con lo valioso de una buena política y con lo perverso de una mala. Aquí están los gobernantes, las personas concretas, que pueden optar por servir a la sociedad (con la vocación que Dios concede) en la estructura propia del orden creacional del poder conferido al Estado, o ser siervos de intereses de unos sectores particulares de la sociedad, a cuyo servicio ponen el poder del Estado. Esto último es lo que más abunda.
Cuando se juntan política y economía se produce una síntesis de las dos donde el Estado “estataliza” a la economía, y la economía “mercantiliza” al Estado. Para que esto se produzca es necesario que la moneda juegue un papel clave, y la clave está en hacerla de “papel”, cuya autoridad y fiabilidad esté unida a la existencia de ese orden creado humano. La moneda de “curso legal” no es más que la que tiene su “valor” en el decreto del gobierno. Es una moneda fiduciaria. No es lo mismo que el absolutismo monárquico en las formas, pues el Estado no es el “dueño” de todo (en algunos países, sí), pero tiene el “control” de todo. La propiedad (bienes, dinero) puede estar en manos privadas, pero el “control” está en manos de los “servidores” del Estado. [Este, aunque suene chocante, es el modelo fascista de Estado.] El problema se agrava si esos “servidores” lo son realmente de intereses comerciales de entidades particulares.
En las ciudades (ciudades/estados más bien) italianas del Renacimiento se produce un cambio social que es germen de lo que hoy son los Estados modernos. Otro tanto ocurría en ciudades de Alemania, Holanda, etc., donde esa dinámica social estaba fructificando en terrenos de reforma religiosa. (La Reforma propuso cosas, dispuso algo, pero está todavía por realizarse. Ahora es el tiempo.) Crearon condiciones de “ciudadanía” muy valiosas; la cercanía de la acción política en el ámbito de la ciudad fue un paso excelente (refleja algo de lo que es la propuesta de la ley bíblica).
Los ciudadanos elegían a sus gobernantes. Estos creaban pactos y leyes para el buen gobierno de la ciudad. Suena bien. Pero hay que recordar que eso era consecuencia de los nuevos tiempos económicos, con las familias “comerciantes”, con los banqueros, etcétera. Esas grandes familias necesitan un poder “legal”. Lo mismo que patrocinaban las artes, buscaban la creación del “Estado” como una obra de arte.
Aparecen los tratados sobre el “arte” de la política. Los pinceles de Maquiavelo pintan al Estado con el nuevo cromatismo moral. Es una nueva ética, un nuevo poder. Estas familias buscan un Estado como “su” casa. Las leyes se disponen como instrumentos de gobierno, y el propio gobierno como instrumento de los intereses privados de esas familias. Saben que no tienen ejércitos poderosos para “someter” a otros, pero
han descubierto que las leyes son “ejércitos” efectivos para ese fin.
Conocen, sin embargo, que su nuevo poder depende de la sociedad, que les compre y venda sus mercancías, que les confíe sus bienes. “Necesitan” a la sociedad, a las gentes, pero como “clientes”. Tienen que favorecerlas suficientemente para que puedan “consumir”.
Repaso notas de varios autores cristianos que escriben en 1975; advierten sobre los peligros de ese tipo de acción política, de que el gobierno de su país se convierta en un simple siervo de los intereses de las grandes empresas de armas, del petróleo, de manufacturas, de la banca, etcétera. Es 1975, y avisan sobre los peligros de trasladar las empresas que producen en su país, sujetas a una ética del trabajo apropiada, a otros en los que no se aplica esa ética. (No parece que oyeran mucho sus advertencias los que hoy forman multinacionales deslocalizadas en su producción.)
Previenen de la pérdida de libertades que supone que el gobierno legisle y actúe para el beneficio de esos grandes (y en muchos casos, extraños intereses); que se convierta en siervo de los tales y en “señor” de los más desfavorecidos;
que el poder del Estado se use no para proteger al ciudadano de los ladrones en el camino, sino para dejar libre de ciudadanos el camino a los ladrones. Para eso cuentan con la fuerza de los tanques, las leyes y la educación dirigida. Como cristianos en medio de todo esto, no dejemos la luz de la Palabra escondida, que alumbre, que alumbre. (Claro que sí, también un tipo de cristianismo ha sido usado como instrumento de poder mercantilizado para oprimir las libertades civiles.)
El aspecto perverso de poder que supone el Estado moderno, nuestra propia situación, no implica que las tensiones se controlen y mantengan en el futuro. La crisis en la que estamos es el resultado de intereses mercantilizados opuestos. La economía de una nación, su capitalismo político (nada que ver con un tipo de “capitalismo” protestante), choca con los intereses de otros capitalismos. A veces, simplemente porque son de áreas diferentes: en geografía o en estructura. Los intereses de la banca van de la mano del de las grandes empresas, pero con un límite, y ahora el límite se rompió. Un interés se tiene que mantener sobre la derrota del otro. (Parece que a Grecia le tocó perder, y otros están en camino.) Y los Estados son siervos de intereses diversos.
No es sorprendente, pues, la confusión y contradicciones del lenguaje de los gobernantes actuales. Parece, eso sí, que los intereses mayoritarios corresponden al sector financiero. Podemos verlo simplemente comprobando dónde se van los apoyos monetarios de los gobiernos, a quiénes favorecen las leyes económicas, en qué guerras se participa, etc.
Pensemos, analicemos, seamos ciudadanos libres, que los Gobiernos no impidan que podamos gobernarnos. Eso implica esfuerzo, responsabilidad, participación. Como cristianos libres con la libertad con la que Cristo nos hizo libres, ayudemos.
(Seguiremos reflexionando, d. v., en el próximo encuentro.)
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