El País ha publicado en su edición de este sábado un bochornoso artículo sobre el crecimiento de iglesias evangélicas en la zona de Carabanchel.
Si, incluso, hasta el concepto de verdad se puede debatir, eso significa que somos la civilización más pobre que ha existido.
Es esa voluntad de mantenernos, de conservarnos tal cual somos y estamos, lo que nos genera la angustia de no querer perder la vida. Ahí, dice el evangelio, la diferencia entre salvar y perder es inexistente.
Plasmamos en objetos, lugares e incluso personas lo más íntimo de nuestros anhelos, aunque en realidad los reconocemos en nosotros mismos.
Nos obsesionamos por lo complejo, hasta el punto de dedicar nuestra vida por completo para alcanzarlo, pero repelemos lo sencillo, casi como algo despreciable.
Legitimamos nuestras protestas y reivindicaciones desde una idea muy particular de la justicia. Una lástima que esto no se corresponda con la organización de nuestro estilo de vida, en general.
Para muchos, su historia tiene que ver sobre todo con el perdón. Y no es para menos. Sin embargo, la historia de Phuc también permite desarrollar una reflexión más profunda sobre el problema del mal en el mundo y la forma de entenderlo desde una cosmovisión bíblica.
A veces, la visión de las puertas mismas del Hades abruma. Pero Dios, en su Palabra, contempla promesa, incluso ante el mismo rostro de la muerte y la espada. Incluso ante la faz del dragón.
Quizá uno de nuestros mayores engaños sea el de pensar que el poder corrompe, como si solamente llegáramos a ser fatídicos en el momento de gobernar. Nuestras miserias no las hacen las corbatas ni los tacones de aguja.
Al valorar el mal, siempre nos ubicamos en la posición del juez que observa lo que está ocurriendo delante de él. Nuestro problema es que, por nosotros mismos, nuestros criterios son siempre defectuosos.
Aunque muchos abordan la película de Munier y Amiguet desde la propia lectura de la contemplación que realiza el escritor Sylvain Tesson, a mí me hace pensar en la idea de la quietud bíblica.
A menudo, la gran pantalla nos transmite la visión del amor como un accidente del azar o una casualidad en el tiempo y el espacio. Nada más lejos. El amor es una decisión.
Traicionados por nuestros amores obsoletos a los que nos arraigamos sin cuestionar, aparece ante nosotros la idea de un amor perfeccionado, el amor de Cristo, profundo, ancho, elevado y longevo.
Es la dependencia de su hacer, y no la dependencia de nuestras ‘capacidades’, lo que desarrolla en cada uno un entendimiento profundo del proceso de santificación.
Podemos permitirnos cierto aborrecimiento, como le ocurría al autor de Eclesiastés, pero siempre debemos progresar hacia la esperanza.
El monopolio del poder y la violencia mueve los deseos desde siempre. Dominar, y no ser dominados, ha sido nuestra lucha cósmica. Pero Dios ha obrado para imputar verdadera justicia.
No hay nada como una expectativa de justicia insatisfecha. Por mucho que pretendamos acostumbrarnos a ello, somos buscadores natos de retribución.
Todos anhelamos ver cambios significativos ante esas realidades que nos incomodan, pero nos frustramos ante nuestras limitaciones. La Biblia, en cambio, habla de una fuerza que transforma por completo el ser.
Aunque actuamos, en muchas ocasiones, como seres primariamente emocionales, y nos inspiramos en las grandes historias de antes, solo Jesús afirmá ser “el camino”, tal y como el evangelio lo presenta.
Comentamos la actualidad semanal, atendiendo a temas como la inmigración, el control del acceso a la pornografía y la persecución a los cristianos en el mundo.
Lo radical del evangelio es que no promete una distracción superficial del pesar que probablemente nos acompañe en esta vida, sino que ofrece una liberación completa en la que todo en nosotros quedará redimido en Cristo.
Ni siquiera toda una vida de intentos nos puede justificar, porque cuando más familiarizados estamos con nosotros mismos es cuando observamos nuestros fracasos, limitaciones y derrotas constantes.
En este nuevo panorama ecologista, de conferencias globales e infinidad de organizaciones, la carga política parece haber ocupado el lugar de la reflexión y el pensamiento. Solo se ven enemigos por doquier.
Sea como sea, siempre encontramos la manera de descargar en los demás la responsabilidad de nuestros errores y la causa de nuestras situaciones. La Biblia, en cambio, nos habla de alguien que nos acoge.
Si contásemos la vida como una inversión, es legítimo preguntarnos qué valores nos acaparan. Pero, al final, es una cuestión que tiene que ver con nuestros deseos y su carácter.
Algunas reflexiones personales sobre esa relación tan peculiar, como la que une a hijos y padres, a raíz de algunas referencias a ello en la gran pantalla.
Las opiniones vertidas por nuestros colaboradores se realizan a nivel personal, pudiendo coincidir o no con la postura de la dirección de Protestante Digital.