Vivimos basados en equilibrios frágiles, que se rompen fácilmente, y cuando se quiebran, solo pueden dar paso a la vista de nuestra inercia decadente.
Después de conseguir el Óscar y el BAFTA a la mejor película internacional con Drive my car (2021), Ryüsuke Hamaguchi regresó a la gran pantalla con un drama de calibre más profundo e inquietante: El mal no existe (2023).
Ambas películas comparten elementos propios del lenguaje del director. La naturaleza sirve como un escenario improvisado, aunque meticulosamente calculado, recogida en grandes planos secuencia en los que el espectador se encuentra cara a cara con ella como si se tratase de otro personaje más en la trama. Si en Drive my car la ‘excusa’ eran los viajes en coche, en El mal no existe, Hamaguchi lo hace desde la vida hogareña en un pueblo rural de Japón.
En ningún caso son películas de grandes movimientos ni giros de guion. Y, quizá, eso es lo que las dota de un poder particular, juntamente con la presencia de la naturaleza en esos dilatados planos secuencia, acompañados únicamente de una música minimalista y del sonido ambiente. Con ambos filmes, Hamaguchi explora lo humano desde una óptica particular y nada superficial, y lo expone ante un entorno ambiental al que dota de la capacidad de ser más que un mero testigo pasivo.
El director japonés nos ha acostumbrado en sus últimas películas a considerar el entorno natural como un elemento característico de su cine. En Drive my car, el paisaje resultó ser una elemento más amable, aunque eso también lo determinaba el tono de la película. Un drama, aunque más cotidiano, con el que era más sencillo identificarse en algunos aspectos.
En el caso de El mal no existe, todo resulta más crudo. Además de unos personajes que viven unas realidades más particulares y ajenas, también la naturaleza es expuesta como más agreste, y acompañada de una banda sonora que transmite la sensación de que algo malo va a ocurrir en cualquier momento.
[photo_footer]En El mal no existe, Hamaguchi vuelve a dar un papel prominente a la naturaleza desde un cine contemplativo. / Fotograma de la película, Filmin.[/photo_footer]
Lo curioso de ambos casos es la forma en la que Hamaguchi capta la belleza con su particularidad. Si los planos secuencia de Drive my car recogían esa naturaleza que se acerca a lo urbano hasta tocarlo, y quizá con la que estamos más familiarizados, en El mal no existe somos abocados a esa inmensidad que es la creación, a esa hermosura que nos paraliza y nos roba el aliento hasta asustarnos por ser conscientes de nuestra pequeñez.
“Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que tú formaste, digo: ¿qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites?” (Salmo 8:4)
Siempre es poético observar la creación. Y también hacerlo desde la lente del cine, como protagonista que se ha colado en el guion de la película y ante el que la mirada solamente puede humillarse. O como ese escenario que sirve, de forma realista, para recoger nuestras historias todas: las que imaginamos, y también las que vivimos.
Incluso cuando el fin mismo de la contemplación no sea la adoración, como ocurre en las películas de Hamaguchi, surge un hálito irreprensible por magnificar aquel viejo Edén que se nos legó.
Sin embargo, el drama de El mal no existe recoge algo que en Drive my car tenía un carácter mucho más implícito y sutil. Y es precisamente ese concepto de la teodicea, del mal. Hamaguchi lo plantea de una forma bastante aséptica. Incluso cuando en un momento de la película parece que ‘el mal’ va a estar personificado en la figura de los representantes de una empresa de promoción inmobiliaria que quiere ‘invadir’ el ‘santuario’ rural de los hogareños, Hamaguchi se acerca a la experiencia de estos mismos personajes para desproveerlos de todo prejuicio. Son también humanos.
El problema es la ingenuidad con la que aborda los conceptos clave de su historia: humanidad, naturaleza y mal. A la humanidad parece reducirla a ser víctima de sus circunstancias, cuando en realidad es proactiva en las mismas. La naturaleza es una especie de agente, presente y estático, perfecto en su proceder y al que no hay que interrumpir ni estorbar en ninguno de sus ‘juicios soberanos’; esto es, incluso, en la manera en la que puede amenazar la vida. Y en esas circunstancias es cuando uno realmente puede plantearse si el mal existe, o si solamente es un cúmulo de humanidades mal comprendidos y de acciones de una naturaleza a la que no podemos juzgar.
[photo_footer]El mal no es ingenuo, sino bien patente en nuestro estilo y transcurso de vida. Tanto en humanos, como en una naturaleza que también ha quedado 'caída'. / Fotograma de la película, Filmin.[/photo_footer]
El retrato que traza Hamaguchi, en realidad, es brutal: debemos seguir el transcurso de las cosas, incluida la propia naturaleza, sin interrumpirlas, porque así es como hemos vivido y así es como viviremos. Pero esto, además de ingenuo, nos traslada a una existencia dolorosa, en la que la única forma de evitarse vivir más ‘mal’ parece, simplemente, morir y dejarse llevar.
Vivimos basados en equilibrios frágiles, que se rompen fácilmente, y cuando se quiebran, solo pueden dar paso a la vista de nuestra inercia decadente. ““Tan torpe era yo, que no entendía; era como una bestia delante de ti” (Salmo 73:22).
La Biblia nos enseña que todos, también la naturaleza, necesitamos la intervención de un agente externo, Dios encarnado, que revierta esa inercia decadente para convertirla en un camino de salvación. Precisamente porque el mal existe, el pecado antiguo, y nos daña en todas nuestras dimensiones, hasta privarnos de la vida misma.
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