Siete apellidos evangélicos

El pedigrí de aquel buen Creyente en Cristo Jesús Señor Nuestro era impecable.

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Su genealogía protestante se remontaba a los inicios de la Reforma.

Ya el antepasado más lejano servía sopa a Lutero. Y nunca, jamás hizo buenas obras porque no es ese el modo de alcanzar la gloria.

A cambio su fe era impecable, aunque no se concretase en nada, para no dejar lugar a dudas de que era fide y solo fide.

Así fue como gracias a su obcecación en el trabajo acumuló mucho capital que no acabó de disfrutar nunca por su puritanismo exacerbado. Fuera gustos, fuera placeres, fuera imágenes.

Su solvencia económica marcaba diferencia con el resto de los congregados eclesiales que carecían de un pasado tan solvente.

Se casó con la mujer que tenía más rasgos definitorios de lo evangélico, aparte de mirar su bolsillo, no olvidemos que la prosperidad acompaña a los auténticos evangélicos y dicho de paso escogidos.

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El caso es que en un momento determinado este buen creyente se vio en un aprieto y sin explicación posible se entregó a un acceso de llanto incontenible.

Pasada aquella experiencia, un día despertó de madrugada mientras compartía cama con su esposa, y vio a su lado horrorizado un rostro irreconocible. Su mujer presentaba una cara deforme, arrugada, despeinada, ojerosa, vieja, sin dientes, casi diabólica.

Aquello solo podía tratarse de un sueño y así fue, porque al despertar todo permanecía igual.

Todo menos él, que comenzó a recelar de su compañera.

Se tornó desconfiado y atribuía los males que le llegaban a la cercanía física de ella.

Fuese ella o se tratase de superstición suya, el caso es que la convivencia se tornó complicada para ambos.

Cuando ella estaba bien, él estaba mal; y cuando ella estaba mal, él estaba bien.

Pero por pura Gracia divina no dio entidad a aquellas sensaciones mentirosas. Algo se había confabulado entre ellos para mal. Todo quería apuntar a la separación de pareja, pero se aferró a las promesas que hizo ante Dios al casarse con su única amada.

Así que redobló su afecto hacia ella, y aunque le doliese la cabeza, las muelas, el vientre, las cervicales, el reuma o la artrosis, cuanto más se acercaba a ella, la verdad es que no claudicó.

Si he de morir, moriré con ella. Así se juramentó.

Ocurrió que también ella pasó por un acceso de llanto incontenible, no sabemos por qué.

Hasta que un día amaneció despejado, una mañana lució el sol como nunca, una mañana cantaron los pájaros con sonido bien afinado… para los dos.

Y su mujer estaba a su lado, dormida, tranquila, serena, y él sin molestia alguna. Un panorama de libertad se presentó ante él… y ante ella.

Cosas que sin Dios carecerían de explicación.

Los privilegios de la casta evangélica dejaron de serlo para ellos, era mejor ser hijos de Dios.

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[title]Por un año más[/title]

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