En el poder plasmamos deseos y convicciones desde un temperamento que no admite errores, y mucho menos la incapacidad a la que nos vemos inducidos por el pecado.
Creo que no es descabellado considerar el poder como una de nuestras mayores flaquezas como seres humanos. De todos los elementos que pueden conformar nuestras convicciones colectivas, me resulta difícil encontrar algún otro factor que, como en el caso de nuestra percepción del poder, tenga una capacidad de atracción tan sutil como potente al mismo tiempo. Llega a pasar incluso desapercibido, y de repente arremete con fuerza en la cosmovisión del individuo, ya sea a través de cantos de agenda globalista, de conspiraciones reaccionarias o de promesas de bienestar a cambio de Estados que funcionan cada vez más como panópticos.
Además de un elemento al que se le han concedido propiedades sobre la identidad personal, el poder no deja de ser una ficción. Quizá, la mayor de nuestras ficciones, en la que proyectamos sociedades ideales, libres de problemas, donde imaginamos una belleza que siempre es uniforme, en base a nuestro propio concepto de lo bello, y que se estructura sin la necesidad de matices. En el poder plasmamos deseos y convicciones desde un temperamento que no admite errores, y mucho menos la incapacidad a la que nos vemos inducidos por el pecado.
Así, no nos resulta difícil identificarnos con el esfuerzo de alguno de los protagonistas de las muchas series sobre política que han ido apareciendo en los últimos años, e incluso asumir sus deseos de éxito aunque se trate de algo realmente inmoral. Cuando el ficticio presidente de los Estados Unidos en la serie House of cards, Frank Underwood (Kevin Spacey), asegura que “no se puede ir del ‘no’ al ‘sí’ sin que haya un ‘quizá’ por medio”, nos resulta fácil llenar la vaguedad de su mensaje con una lista de ‘convicciones’ e ‘ideales’ que siempre tenemos a mano cuando se habla de política. O cuando la primera ministra danesa de Borgen, Brigitte Nyborg (Sidse Babett Knudsen) esconde información a uno de sus socios de gobierno para no arriesgar la coalición, creemos comprender o juzgar la decisión por los motivos adecuados.
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En paralelo a la proliferación de plataformas de contenidos audiovisuales, también se han ido realizando supuestas representaciones del escenario político desde diferentes ámbitos, perspectivas y sentidos, pero con la constante de ubicar al espectador en una sutil identificación con toda clase de protagonistas, desde declarados tiranos hasta antiguos sindicalistas convertidos en ‘obreros de despacho’.
[photo_footer]'Borgen' relata las hazañas de Brigitte Nyborg, líder ficticia de un partido minoritario que se convierte en primera ministra de Dinamarca. / Netflix[/photo_footer]
Aunque las series europeas de política me parecen más ingenuas pero más realistas que las estadounidenses, que para mi gusto se exceden en la conspiración, ya sea en los Estados Unidos de Underwood, en la Dinamarca de Nyborg, o en la Francia de Baron Noir, el retrato variado en matices que se hace del poder refleja la inconfundible y común impronta que plasmamos sobre todos nuestros propios ideales, incluso sobre aquellos que mejor elaboramos. Y esa huella la describe muy bien el teólogo estadounidense Millard Erikcson cuando dice que aquello de que “la naturaleza humana no puede verse alterada por las reformas sociales o la educación”.
Por supuesto, en el contexto de la obra de Erickson, esto no es una referencia al negacionismo de la participación en la vida pública, sino más bien una limitación de las expectativas propias que se ubican en el ámbito del poder. Porque el poder, como dice el inmoral Underwood al comienzo de la aclamada House of Cards, “es como el sector inmobiliario, todo es cuestión de localización”.
Edificamos no solo estrategias de futuro a corto plazo al tomar una elección política, apoyar una candidatura o identificarnos con un partido. Junto con la papeleta, vertemos una serie de esperanzas, camufladas de simples y cotidianas expectativas: una legislación sobre el aborto, un plan para la renovación las energías por fuentes sostenibles, mayor seguridad y bienestar para el lugar en el que vivimos, etc.. Y, aunque quizá no en todos, pero en algún punto entre las agendas electorales y los mítines, las corbatas de colores lisos y los tuits, perdemos de vista que nuestro poder es otra expresión de nuestra corrupción más básica.
Incluso al plasmarlo en nuestras series y películas sobre política, creemos comprender las decisiones de los personajes y poder justificarlos. Así, conocemos las ambiciones del modesto alcalde socialdemócrata de Baron Noir, Philippe Rickwaert (Kad Merad), pero entendemos que acabe votando al principal opositor para facilitarse a sí mismo el camino hacia la presidencia del partido. Igual que con el Dick Cheney que interpreta Christian Bale en Vice (‘El vicio del poder’), con el que podemos llegar a congratularnos de su progresivo ascenso político a pesar de saber que se acabó convirtiendo en uno de los vicepresidentes que mayor poder de decisión acaparó en la historia de Estados Unidos.
[photo_footer]En 'Baron Noir' se plasma de una forma muy realista la ambición política, incluso dentro de un mismo partido. / HBO[/photo_footer]
El salmista (Salmo 2:1-2) declaró que las naciones se sublevan y los reyes y gobernantes de la tierra se confabulan contra Dios. Esta es la dimensión práctica y temporal en la que se estructura nuestra idea de poder. Un ‘progreso’ torcido y vencido, como el de Babel, cuando perdemos de vista que somos ‘guías ciegos’. Aplicando el tratamiento de Santiago sobre la lengua (Santiago 3:1-12) a la cuestión del poder; con el mismo ideal o voto con el que creemos construir el Estado del bienestar, construimos muros, vendemos armas, aprobamos la ‘muerte asistida’ y damos espacio a esa sublevación que nos es continua.
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Y, por si la realidad fuese poco, nos construimos todo un imaginario de presidentes y primeros ministros, protagonistas de historias paralelas, a los que odiar y amar, censurar y tolerar, para acabar retratando que, en verdad, son lo mejor a lo que como seres humanos podemos aspirar. No es fortuito, y menos mal para nosotros, que uno de los oficios de Jesús fuese el de Rey. Un Rey que, desde luego, hizo añicos nuestros esquemas y fantasías de poder, viniendo humilde, justo y salvador (Zacarías 9:9).
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