Dios formuló en el pacto sinaítico sus exigencias, a fin de destapar transgresiones. Él cumplió en Cristo estos requerimientos.
“Solo Cristo, justificación y santificación bíblico-protestante”, de Bernhard Kaiser Peil (Clie, 2019). Puede saber más sobre el libro aquí.
La salvación se halla en Cristo —solo en Cristo. Ello implica tantas cosas que no se puede describir todo con un único término. Por eso he hablado de justificación y santificación, ambas relevantes y esenciales para nosotros los hombres en la era presente. Con ello, sin embargo, no está todo dicho, pues en Cristo aún tenemos más. Por nombrar algunos ejemplos: en Él tenemos la preservación en la fe, ya que Él es el Buen Pastor cuyo oficio pastoral no consiente que ni una sola de sus ovejas se pierda; tenemos en Él la atención de nuestras oraciones, por lo cual la Escritura nos exhorta a orar en su nombre; y en un futuro también resucitaremos por Él corporalmente. De ahí que, con la consideración de la justificación y de la santificación, hayamos tratado solo algunos aspectos parciales —pero esenciales— de la fe, y hemos visto que ambas nos son dadas en Cristo.
Cap. 2- ¿Qué es fe bíblica?
1. La importancia de la fe
La Biblia dice que somos justificados “por fe” (Ro. 3:28) y que el que “cree” en el Hijo tiene vida eterna (Jn. 3:36). A la inversa, rige también lo contrario: donde no hay fe tampoco hay salvación. Jesús manifiesta en la gran comisión: “el que no creyere, será condenado” (Mr. 16:16). Con estos pocos comentarios se nos hace ya evidente que la fe tiene un significado absolutamente decisivo.
En el capítulo anterior destaqué que la salvación fue efectuada en Cristo en el tiempo y en el espacio. De acuerdo a ello la Escritura declara que debemos creer en Él. La fe tiene un objeto en el cual esta se deposita. En este caso el objeto es una persona, a saber, Jesucristo. Solo a partir de Él adquiere su legitimidad y la salvación. La fe, como a continuación expondré, es la forma visible en la que tenemos parte en Cristo.
Para que pueda tratarse de fe en Cristo, Cristo debe ser comunicado. Esto sucede a través de la Palabra. Aquello que se emplaza enfrente de la verdadera fe cristiana, lo que la asienta, sustenta y alimenta, es de continuo únicamente la Palabra apostólica y profética que Cristo testimonia con rotundidad.
Sin esta Palabra no hay fe ninguna. Sin la Palabra, la fe sería un fantasma, una conmoción religiosa, un convencimiento como mera disposición humana, un recipiente sin contenido; en la práctica no sería fe. Por tanto, planteo al principio la tesis fundamental: la fe auténtica escucha lo que Dios ha dicho y confía en Él, en aquello que afirma. Remarco así dos cuestiones que son importantes para la fe: la Palabra y el crédito.
2. La Palabra
La Palabra es, en principio, las Sagradas Escrituras. Si se predica en conformidad con las Sagradas Escrituras, la Palabra de Dios se da también en la predicación (véase la confesión Helvética, artículo 1). Puesto que es hablada por el Espíritu Santo por boca de apóstoles y profetas, en ellas estamos directamente ante la Palabra del Dios Trino. Por ello a la Biblia también la llamamos “santa”. La Palabra bíblica posee pues una calidad espiritual. Con ella Cristo viene a nosotros en el Espíritu Santo.
La Biblia informa en el Antiguo Testamento acerca de la preparación de la venida del Salvador y atestigua en el Nuevo Testamento su aparición efectiva y su obra. Formalmente, es el medio a través del cual Cristo viene a nosotros, el medio salvífico. Pero la Palabra no está unida a la pluma y a la tinta o al ejemplar de la Biblia, en el sentido de que también puede ser memorizada, citada, predicada o compartida por alguien con sus propias palabras en una conversación personal. Pensemos también que la Palabra de los apóstoles fue transmitida durante siglos por escrito, sin olvidar tampoco que tuvo que ser traducida a nuestras lenguas modernas para llegar a nosotros.
La Palabra es información. Dios quiere dar a entender con la Palabra ciertas cosas con el fin de instruir al oyente. Por medio de información desea producir un “moldeado” en el hombre. Este proceso no consiste por parte del oyente en una recepción distante y neutral de erudición, sino más bien en la asimilación de conocimientos que, en lo sucesivo, determinarán y compulsarán al hombre en su proceder, de manera que el hombre sea, por así decirlo, ajustado a cierto molde. Dios genera en el hombre una imagen o idea hacia la que en adelante este se orientará o, mejor dicho, será orientado por Dios mismo. Para ello es por supuesto importante que emplee la Palabra en su sentido apropiado. Un ejemplo tal vez lo aclare: Un conductor oye en la radio que en el tramo en el que se encuentra ha ocurrido un grave accidente de tráfico. Puesto que la autovía tuvo que ser cortada, la policía recomienda abandonar la autopista en la siguiente salida y reincorporarse en la posterior. Lo último es el sentido de la información. Nuestro conductor abandona la carretera en la siguiente salida. Eso demuestra que ha entendido el aviso de radio. Pero no conduce por el desvío señalizado al siguiente cruce, sino que aprovecha la información del accidente de una manera distinta a cómo se pensó. Conduce por un lateral al lugar del siniestro para satisfacer su curiosidad. Naturalmente está de más ahí, y la alerta de tráfico ha logrado solo parcialmente el efecto deseado.
De igual forma, la Escritura puede ser también formalmente comprendida, pero incorrectamente empleada. No subestimemos la astucia del hombre: desde siempre es capaz de interpretar la Escritura de acuerdo a los esquemas de su propia religiosidad. Correspondientemente, lee en ella con mucha facilidad una llamada a la acción. Sin embargo, lo primero que la Escritura en sí quiere consolidar es la fe, a la cual seguirá, lógicamente, la acción.
La Palabra —las Sagradas Escrituras— se dirige al hombre como Ley y Evangelio. Esta duplicidad es fácil de reconocer mediante la Escritura. Dios formuló en el pacto sinaítico sus exigencias, a fin de destapar transgresiones. Él cumplió en Cristo estos requerimientos. Quedó expuesto en detalle en el capítulo anterior. Como Evangelio, la Escritura concede justicia, redención y vida eterna. Promete bienes que en Jesucristo tienen su realidad y su dimensión espaciotemporal. Sin embargo, estas riquezas de la salvación son invisibles, puesto que hoy por hoy no vemos a Cristo y todavía no ostentamos la forma material y visible de la salvación y de la pertenencia a Dios. No obstante, Dios promete dárnoslas: o bien habiéndolas confirmado para la culminación final —lo que es la perspectiva y expectación general de la fe— o bien prometiendo en el tiempo presente las diversas formas de su cuidado y atención. Lo importante es que la fe se ajusta a una realidad todavía invisible pero ya presente.
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