Si somos discípulos del Dios que se hizo carne, lo menos que podemos hacer es encarnarnos en nuestra realidad.
Un fragmento de “Cristianismo y posmodernidad: la rebelión de los santos”, de Lucas Magnin (Clie, 2018). Puede saber más sobre el libro aquí.
¿Qué rayos está pasando?
Modernidad, posmodernidad y desafíos actuales de la iglesia
Todo lo sólido se desvanece en el aire; todo lo sagrado es profanado, y los hombres al fin se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas. Karl Marx
«Nuestro mundo acaba de encontrar otro»; así describía Michel de Montaigne, en pleno siglo XVI, el sentimiento de vértigo que le producía ser parte de la generación que descubrió América, que inició la Reforma protestante, que pintó la Capilla Sixtina y se dio cuenta de que, en realidad, era la tierra la que giraba alrededor del sol. El eje que había sostenido a la sociedad medieval por siglos de pronto se resquebrajó; es, recuperando la expresión de Paul Hazard, un tiempo de crisis para la conciencia europea. Copérnico y Galileo cambiaron la concepción del universo; dejamos de ser el centro del cosmos para darnos cuenta de que en verdad somos un pequeño planeta a la deriva entre galaxias, estrellas y constelaciones. Los reformadores se dieron cuenta de que el catolicismo romano no era la única forma de entender el mensaje del Evangelio; su actitud de protesta no solo tuvo repercusiones religiosas, sino que también hizo temblar el mapa político de toda Europa. Muchos gobernantes aprovecharon el impulso de la Reforma para cuestionar el poder de los emperadores y la injerencia del Papa en las decisiones locales; este fue uno de los gérmenes que llevaron a la organización política mediante naciones con identidad cultural y étnica propias. Erasmo de Róterdam, Giordano Bruno, Pico della Mirandola y otros humanistas redescubrieron el legado de los griegos y los romanos; al leer sus códices, se dieron cuenta de que la forma de ver el mundo de esas civilizaciones antiguas era muy diferente de la de su tiempo. Los artistas de toda Europa, siguiendo el ejemplo de los italianos, empezaron a descubrir que todos percibimos la realidad de maneras diferentes; por eso comenzaron a definir con más conciencia lo que entraba o no entraba en sus obras. Esta emancipación de la conciencia se tradujo en la práctica de los artistas principalmente de dos formas: en el uso de la perspectiva –que subraya la particular visión del mundo que tiene el pintor– y en la incorporación de la firma del artista –que no sirve únicamente para diferenciar unas obras de otras, sino que otorga prestigio a quien las posee–. […]
En estos ensayos, y solo por una cuestión de comodidad, voy a usar la noción de posmodernidad que propuso Lyotard, aunque antes deba hacer una aclaración (que tomo prestada de Timothy Keller). Es cierto que la posmodernidad rompe con algunos elementos modernos pero también es cierto que profundiza otros; es, en algún punto, ruptura pero quizá, en sus elementos más importantes, continuidad.
Estrictamente hablando, es quizá más acertado decir que ahora vivimos en un clima de modernidad tardía, puesto que el principio básico de la modernidad fue la autonomía del individuo y la libertad personal por encima de las exigencias de la tradición, la religión, la familia y la comunidad. Esto es, en verdad, lo que tenemos hoy […] [pero] intensificado (2).
El recorrido que estamos por emprender en este primer ensayo es el más teórico del libro pero es también el que sienta las bases para el resto del camino. […]
Nos mintió la Ilustración cuando dijo que la Razón nos ayudaría a correr el velo de la verdad. Un famoso aforismo de Hegel dice que todo lo racional es real y todo lo real es racional; pero aunque estamos desbordados de información, conocimiento y técnica, el mundo sigue siendo un lugar misterioso y lleno de azar. Nos mintió la ciencia cuando prometió que la tecnología serviría para construir una sociedad más justa; los campos de concentración y la bomba atómica nos demostraron que la tecnología puede despertar en nosotros los instintos más terribles. Nos mintió la teleología del progreso eterno; el mundo es un caos sin sentido y nuestra sociedad se parece a un avión en caída libre. Nos mintieron el modelo democrático y el sistema capitalista; ni el voto universal ni el libre comercio han solucionado el problema de la injusticia. La brecha entre ricos y pobres crece constantemente, las clases políticas han encontrado formas cada vez más sofisticadas de salirse con la suya y nuestros niveles de consumo están amenazando seriamente la supervivencia de nuestra especie en este planeta. Recuperando la sombría sentencia de Fukuyama, pareciera que estamos en el fin de la historia.
Están muriendo las utopías y por eso todo lo que queda es hedonismo: vivir al máximo mientras dure la experiencia; «las emociones cambiantes constituyen nuestro credo sin principios, nuestro sistema filosófico sin filosofía» (9). La desaparición de los grandes relatos significa también que cada vez es más difícil comunicarse. Aunque tenemos apps que traducen en tiempo real, muchísimo material sobre la sanidad del alma, cursos para manejar la ira y un sinfín de posibilidades de comunicación a un clic de distancia, no logramos conectarnos con los demás. No hay ningún modelo más allá del que cada uno tiene en su propia mente y por eso las parejas se separan como nunca antes y las relaciones tienden a ser fugaces y superficiales. El ideal de libertad destruyó la utopía de la fraternidad. […]
Lo cierto es que la desconfianza en la validez de los grandes relatos es también una actitud profundamente cristiana: es una protesta contra la idolatría de adorar proyectos humanos. Se me ocurre pensar que es Dios mismo quien despierta estos giros bruscos de la historia para sacudir nuestra fe y volver nuestros ojos a Él. Cuando todo cambia y nos encontramos desnudos ante un mundo caótico, estamos en una posición mucho más adecuada para destruir los dioses que creamos a nuestra imagen y semejanza. Es allí donde conocemos al Dios desconocido, a ese que tenemos miedo de descubrir.
Hegel dijo que «cada uno es, sin más, hijo de su tiempo»(11). La iglesia de hoy no puede seguir anclada a los argumentos, rituales, formas y estrategias que le sirvieron en un tiempo pasado. Nuestra confianza no está puesta en ninguna de esas cosas sino en nuestro Señor Jesús; Él es el único que venció a la muerte y puede seguir venciendo las consecuencias del desgaste y el paso del tiempo.
Es a este mundo y no a otro al que la iglesia debe dirigirse. No podemos escaparnos del tiempo. Quizá sería un poco más fácil quedarse con un extremo del péndulo: defender el paradigma posmoderno como si fuera la solución a todos nuestros problemas o, por el contrario, atacarlo con toda nuestra artillería e identificarlo con Satanás mismo. La posmodernidad no debería ser nuestra enemiga, aunque tampoco nos conviene caer en el error de nuestros antecesores y afirmar ingenuamente que el modelo posmoderno es el mejor modo de ser iglesia. Lo verdaderamente difícil es encontrar respuestas que no sean reduccionistas sino fieles tanto al mensaje como a las necesidades, que no negocien la verdad pero que tampoco la formulen en un idioma extraño. El objetivo de estas páginas es justamente buscar ese equilibrio extravagante. Vamos a intentar no poner nuestra esperanza en el respeto que generan las viejas definiciones ni en la fascinación de los nuevos espejismos. Vamos a intentar analizar los paradigmas previos y actuales con la esperanza de que, en algún lugar de ese recorrido, encontremos el ancla que necesitamos.
La iglesia es una peregrina inusual de la historia y siempre ha tenido dificultades para asimilar los cambios. Aunque algunas veces hemos estado a la vanguardia del cambio –pienso por ejemplo en la revolución moral que representó para su tiempo la iglesia primitiva, pienso en la agitación que significó la Reforma y en el pacifismo de los anabaptistas–, lo cierto es que a menudo llegamos tarde y mutamos por ósmosis cuando el mundo ya está cambiando otra vez. Duele reconocer que el mundo ve a la iglesia como una solución anticuada a problemas que ya no existen.
Los evangelios de Juan y de Lucas relatan la venida de Cristo al mundo de dos maneras totalmente diferentes. Juan relata la irrupción de Dios en la historia de manera espiritual: el mismo Verbo que había estado en el principio con Dios creando todas las cosas, se hizo carne y habitó entre nosotros. Lucas prefiere un tono más contundente, violento y lleno de interrogantes (Lc. 2:1-7) […].
Los dos evangelistas quieren expresar la misma verdad de la fe, la encarnación de Cristo, pero Lucas siente que antes de decir nada al respecto del Mesías, necesita situarlo en el tiempo y espacio: una pequeña aldea dentro del Imperio Romano durante el reinado de Augusto. Si Juan se anima a decir que el Verbo se hizo carne, Lucas está afirmando que Cristo se hizo histórico.
En Cristo, Dios llevó al extremo el compromiso que había mostrado a lo largo de la historia de Israel. En Egipto había soportado la codicia de un faraón al que fácilmente podría haber exterminado. En Jericó había acompañado día tras día los pasos del pueblo alrededor de una muralla de barro y ladrillos. En el templo de Jerusalén había aceptado las oraciones y sacrificios de un pueblo ritualista aunque ninguna pared puede contenerlo. A diferencia de las divinidades griegas, el Dios de la Biblia participa de la historia de su pueblo y está dispuesto a involucrarse de la forma más brutal: metiéndose en el tiempo que Él mismo creó.
Si somos discípulos del Dios que se hizo carne, lo menos que podemos hacer es encarnarnos en nuestra realidad. Encarnarse es vivir en el tiempo y comprometerse hasta la médula con la cultura que nos rodea, al igual que Jesús se involucró por más de treinta años con la cultura de su pueblo. Si el cristianismo es solo una teoría sobre el mundo, no se diferencia en mucho de todas las otras interpretaciones de la realidad. La fe cristiana se convierte en otra cosa, en una fuerza incontenible, cuando sigue los pasos del Maestro y se encarna en la realidad. Es ahí donde descubrimos al Dios de la historia.
Cuando los fundamentos de la ley y del orden se desmoronan, ¿qué pueden hacer los justos? Salmo 11:3
(2) KELLER 2012.
(9) Los vislumbres, Carlos Marzal, citado en FERRARI 2010, p. 95.
(11) Citado en VARCELLESE y BIANCHI 1996, p. 236.
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