Los cristianos también podemos caer en estos cepos mercantilistas. No somos ajenos a las presiones de la sociedad de consumo y caemos en sus redes como cualquier hijo de vecino al que le falte la esperanza y la confianza en Dios.
A veces, desgraciadamente, podemos vivir como los que no tienen esperanza. Quedamos atrapados. Nos enfangamos, aunque sea inconscientemente, y hacemos una inmersión en el reino del
consumo insolidario y de lo productivo, implicando nuestra vivencia de la espiritualidad cristiana a la que podemos dejar en el raquitismo, mientras nos enmarañamos en las telas de araña que, como cepos potentes, nos quieren cazar enredándonos en relaciones, muchas veces casi inhumanas, tendentes a lo ganancioso y a lo material. Y desde ahí contemplamos el ritual, las relaciones con el prójimo e, incluso, las relaciones con el mismo Dios.
Estos cepos también se colocan en la iglesia. Allí entran, de mano de sus miembros, estímulos que nos golpean como si fueran piedras lanzadas por la honda de un gigante, rocas que nos dañan incitándonos al consumo insolidario al igual que a los que no tienen esperanza. Los que pueden se dejan llevar por nuevos coches, nuevos trajes, brillantes y lujosos zapatos que contemplan los pobres que también los hay en las congregaciones sintiéndose aún más pobres y como cristianos de segunda.
Una vez desde Misión Urbana enviamos a un pobre, un marginado, a una iglesia cerca del lugar donde él se movía. Asistió unas cuantas semanas y dejó de asistir. Yo le pregunté en el Despacho de Atención Individualizada por la razón por la que había dejado su asistencia y me respondió: “Es que allí me siento más pobre”. Me llamó la atención aquella respuesta y me sentí triste. Me di cuenta que muchos de los congregantes podrían estar pillados por los cepos mercantilistas y de consumo.
Los cepos o trampas también están situados en el lado de la cultura.
En la iglesia también entran valores insolidarios que hacen que estemos rodeados de una cultura que hace que valoremos la riqueza como prestigio y el tener por encima del ser. Es difícil valorar así, como a uno mismo, a la persona que ha caído en la desgracia de vivir en medio de la escasez y la dificultad social y económica.
A veces gritamos oraciones al Señor desde el cepo que nos atrapa y, así, muchas veces tenemos un problema ante Dios con nuestras oraciones, con lo que pedimos, con lo que deseamos, haciendo que la vivencia de nuestra espiritualidad cristiana se debilite y decaiga tapándola con el manto o la alfombra de lujo de lujo que nos tiende el dios de las riquezas y del consumo, manto y alfombra que nos parecen bellos. Es entonces cuando pedimos a Dios cosas en las líneas que nos demarcan las relaciones consumistas y productivas sociales. Así,
nos equivocamos y nos convertimos en cristianos mercantilistas, vivimos una espiritualidad de mercado y de consumo y también caemos en la red que atrapa a tantos: la red del poseer, del éxito, de las apariencias, de las bendiciones económicas y simples peticiones de salud física. ¡Una locura! El cepo mercantilista ha atrapado nuestra alma.
Desde el cepo no entendemos bien la austeridad, el tener el “pan nuestro de cada día” sin preocuparnos por el mañana. Nos afanamos. No renunciamos a parte de nuestro bienestar a favor del prójimo necesitado, guardamos el uso de nuestra voz para cosas más placenteras y nunca entramos en la denuncia y en clamar “a voz en cuello”, como dice el profeta en defensa de la justicia y contra la pobreza o la opresión. Nuestro corazón está atrapado en el cepo mercantilista.
Atrapados por el cepo del mercado injusto, vivimos la espiritualidad cristiana desde líneas insolidarias con el prójimo, sin hacer caso de las enseñanzas de Jesús de que la vida no consiste en la cantidad o abundancia de los bienes que se poseen. Perdemos, así, el sentido de la vida confundiendo el ser con el tener y dando poca cabida en nuestra vida al servicio, al mancharnos las manos en la ayuda al prójimo en necesidad.
No podemos movernos siendo las manos del Señor cuando estamos atrapados por estos cepos.
¡Cuántas dificultades, Señor! ¡Cuántas trampas! ¡Cuántas redes se nos tienden en el camino de la vida! Y es que las vivencias culturales en el seno de una sociedad orientada hacia los que tienen éxito, hacia el consumo y al disfrute de los sentidos, puede crear
graves distorsiones en la vivencia del cristianismo, en la vivencia de la espiritualidad cristiana. Vivimos como esclavos, esclavos del mercado y de lo productivo.
Tengamos cuidado, hermanos, si queremos vivir libres de los cepos de maldad.
Además de que la vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee, la Biblia nos enseña que por el camino de la vida hemos de caminar ligeros de equipaje.
Si tienes demasiadas cargas y están llenos tus almacenes y tus cuentas corrientes, aligérate y haz caso, al menos mínimamente, a los que nos dijo Jesús: “
Si quieres seguirme, anda, ve, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres y, entonces, sígueme”.
Quizás sea una radicalidad de Jesús, pero algo de verdad y de mandamiento debe tener. En algo hemos de aligerarnos y cambiar nuestra mente consumista, mercantilista y materialista para prepararnos para el seguimiento liberándonos der los cepos insolidarios porque, si predomina la espiritualidad mercantilista en la relación con Dios, la consecuencia inmediata es pasar a la insolidaridad y al desamor para con el hombre.
Rompe nuestros cepos, Señor.
Tenemos que pedir al Señor, todos, yo el primero, que nos haga ver con claridad las prioridades del Reino, que nos ayude a valorar lo sencillo, lo austero, que nos haga libres. Que nos convierta en manos tendidas hacia el prójimo sufriente, manos que también deben portar no sólo lo que nos sobra, sino hasta que nos duela en ofrecimiento al otro que sufre opresión, o marginación, o miseria. Quizás desde ahí es desde donde podamos poder comenzar a reconstruir la vivencia de una auténtica espiritualidad cristiana en libertad, en auténtica relación con Dios que nos libera de los cepos mercantilistas e insolidarios para que podamos vivir una espiritualidad en compromiso con el prójimo que nos necesita. Si no, de nada sirve el ritual. Se convierte en otro cepo que nos paraliza.
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