Está claro que los Derechos Humanos están en contra de la pobreza. De una manera mucho más clara, más tajante y más comprometida está la propia Biblia.
Ya sabéis que estuve escribiendo tres años sobre los Evangelios en su relación con estas líneas escandalosas de la pobreza en el mundo. Ahora me estoy apoyando mucho en los Derechos Humanos porque es el tema que he elegido para esta serie. No obstante, la Biblia la tengo siempre a la base, como materia primera sobre la cual todo se debe edificar. Es mi fe la que me lleva a reflexionar sobre la pobreza en el mundo.
Los Derechos Humanos atacan así a la pobreza en el mundo en su artículo 22:
“Toda persona, como miembro de la sociedad, tiene derecho… a la satisfacción de sus derechos económicos, sociales y culturales y al libre desarrollo de su personalidad”. Y es que la pobreza no es sólo económica, sino que afecta a otros órdenes esenciales de la vida. La pobreza afecta a lo social, a lo cultural, a la dignidad de las personas y a la desestructuración de su personalidad.
¿Dónde nos situamos los creyentes, los cristianos, ante esto?¿Nos interpela nuestra fe? Para los creyentes, desde la propia Biblia, desde la vivencia de la espiritualidad cristiana, las urgencias son aún mayores que la que se destila de la lucha, defensa y aplicación en el mundo de los Derechos Humanos. La vivencia de la fe y el pasar de largo ante la pobreza son imposibles. Sería el pecado de omisión.
Hay que replantearse la vivencia de nuestra fe anta la pobreza en el mundo. Yo estoy seguro que los creyentes, en cierta manera, no tienen olvidados a los pobres. Yo he dicho algunas veces que, en los hogares que he visitado, al bendecir los alimentos en las diferentes comidas, muchos se acuerdan de los que no tienen, de los pobres, de los necesitados. No obstante, los veo lejos de plantearse la pobreza como se la plantea la Biblia: La pobreza como fruto de la injusticia, de la opresión, del robo, del despojo.
La Biblia critica y condena que la escasez de los pobres esté en las lujosas mesas de los ricos. Eso es injusto. Un pecado contra el mismo Dios. A estas reflexiones nos debe llevar nuestra fe.
No sólo que es injusto y pecaminoso, sino que nos debe interpelar, nos debe afectar y debe preocuparnos desde la dimensión de la vivencia de la fe hasta lanzarnos a la acción liberadora, misericordiosa y de búsqueda de la justicia. Además, no sólo se nos demanda esa búsqueda de la justicia, sino que la hagamos nosotros:
“Haced justicia”, es la frase bíblica de la que los profetas tenían que ser voceros.
Ante las fuertes demandas bíblicas y, también, ante las urgencias que nos plantean los Derechos Humanos, no podemos decir que, tanto la riqueza como la pobreza, es algo natural que se da y que siempre se ha dado en el mundo, porque tanto los requerimientos, mandatos y condenas del Antiguo Testamento, como los valores del Reino que encontramos en el nuevo, son no sólo de condena total a la pobreza en el mundo, sino de llamada a que seamos hacedores de justicia que, en el fondo es ser hacedores de la Palabra.
La pobreza no es como decir que hay hombres rubios o morenos, no es una cualidad del hombre en el orden ontológico, sino que la pobreza es el fruto del egoísmo humano, del robo y del abuso de los fuertes contra los débiles. Es fruto de la injusticia y de la opresión.
Si hay hombres que ya nacen pobres es porque han sido despojados de los que les pertenece, de la participación en igualdad de los bienes de la tierra, bienes a los que tienen derecho todos los hombres por el hecho de serlo. Han sido injustamente despojados y, a veces, de generación en generación.
Ser pasivo ante el escándalo de la pobreza en el mundo es un pecado, el pecado de omisión que, a su vez, nos hace cómplices.
No miréis nunca la pobreza como algo natural. Eso es un pensamiento anticristiano. La fe no nos permite esa actitud. No os limitéis solamente a acordaros de ellos ante vuestras comidas… pasad a la acción, a la denuncia, a la búsqueda de la justicia.
La visión de la pobreza como algo que Dios lo ha dispuesto así y lo permite, como algo natural, es algo que ha hecho mucho daño a la fe cristiana, a la vivencia del Evangelio, a la iglesia, al testimonio cristiano. Echemos fuera estos demonios y entremos en la vivencia del cristianismo con seriedad y compromiso.
También otro de los artículos, el artículo 23 de la Declaración Universal, se preocupa de la pobreza y de la indignidad en que muchos viven. Se da cuenta de que muchos no tienen acceso a una remuneración y de que, también, muchos que la tienen no es equitativa, no es justa. Son los oprimidos del mundo que trabajando y luchando en muchos casos casi como esclavos, no tienen acceso a remuneración justa y se les deja en la pobreza.
Así, dice este artículo:
“Toda persona que trabaja tiene derecho a una remuneración equitativa y satisfactoria, que le asegure, así como a su familia, una existencia conforme a la dignidad humana y que será completada, en caso necesario, por cualesquiera otros medios de protección social”. La pobreza no debe existir. Si es necesario hay que usar de los recursos sociales, de la protección social, aunque hay que decir que es más importante la aplicación de la justicia que el usar los medios de protección social que, realmente, en algunos casos hay que aplicarlos.
Una cosa que ayudaría a los cristianos es hacer un esfuerzo por entender las causas de la pobreza, nunca verla como algo natural. Nos podemos sorprender al ver las causas de la pobreza en el mundo. Y, al comprender las causas, nos daremos cuenta también de las consecuencias del escándalo de la pobreza en el mundo.
Estas causas de la pobreza y sus consecuencias, os invito a que las veáis desde vuestra involucración en una comunidad cristiana, una comunidad en que todos nos llamamos hijos del mismo Padre, criaturas del mismo Dios, verlas desde la expresión
“Padre Nuestro”, padre de todos, desde la pregunta que Dios hizo a Caín:
“¿Dónde está tu hermano?”.
A veces, cayendo en el pecado de omisión, pensamos que la pobreza en el mundo, que la injusticia, no es responsabilidad nuestra. Nos equivocamos con nuestra pasividad, con nuestra omisión de la ayuda. Todos somos responsables y, con nuestra omisión de la ayuda, llegamos a ser cómplices del despojo de tantos hombres, mujeres, niños y niñas. Cuando reina la injusticia a unos niveles tan grandes como se reflejan en la escandalosa pobreza del mundo, es que los cristianos no estamos trabajando suficiente para hacer presentes en nuestra historia los valores liberadores y dignificadores del Reino.
Sólo la encarnación en los creyentes de los valores del Reino y la lucha por la justicia que, en el ámbito de lo humano, también la podemos emprender desde la defensa de los Derechos Humanos, harán que las estructuras injustas empobrecedoras sustentadas por los humanos adoradores de Mamón, puedan saltar hechas pedazos. La fe mueve montañas.
No hay auténtica vivencia de la espiritualidad si estamos ajenos a la promoción de la justicia y a la denuncia del grito de los pobres, los marginados y sufrientes del mundo. Es como querer adorar y alabar de espalda al grito por justicia de nuestros hermanos.
¡Cómo podremos, desde perspectivas insolidarias y de espaldas al dolor de los hombres, orar la oración modelo de Jesús que comienza con la expresión fundante de todo:
“Padre nuestro”! Señor, danos una fe viva que nos impida toda pasividad.
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