Mientras estemos en este mundo, siempre tendremos esa tensión entre el modelo perfecto propuesto por el Señor y el punto en el cual nosotros nos encontramos, sea cual sea.
Con frecuencia solemos magnificar la vida de las iglesias en tiempos de los apóstoles. Al hacerlo así es posible que nos haya llevado -o nos lleve- a que sintamos cierto complejo e incluso cierto grado de frustración por no llegar a aquel "nivel".
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Porque, la verdad es que el nivel imaginado, en muchos casos, no lo encontramos en aquellas iglesias, en general. Más bien somos nosotros los que con frecuencia las hemos magnificado.
Lo que ocurre es que a veces confundimos las enseñanzas de origen divino sobre la iglesia con la vida de las iglesias mismas.
Las enseñanzas siempre presentan el modelo y el ideal, apuntando al más alto nivel y al proceso hacia la perfección y las esperanzadoras y gloriosas metas a las cuales somos llamados.
Sin embargo en las Iglesias del Nuevo Testamento encontramos muy a menudo, problemas de división, mal entendimiento entre los miembros de ellas e ignorancia y abuso sobre el uso de los dones espirituales; también encontramos arrogancia por parte de algunos, desórdenes en los cultos, inmoralidad, herejías introducidas en algunas iglesias y gente que, pretendiendo ser “más espirituales” dejaban mucho que desear.
Eso, sin contar los problemas que introducían algunos desde afuera de las iglesias, como eran los conocidos “judaizantes” y los proto-gnósticos.
No en vano el apóstol Pablo aludió al peso que se agolpaba sobre él cada día, por la preocupación por todas las iglesias. (2Co.11.28); lo cual le producía muchos “conflictos y temores" (2Co.7.5).
Por tanto, deberíamos tomar nota de algunas cosas. Una, dejar de pensar en las iglesias del primer siglo como iglesias maravillosas, maduras y perfectas. Nada de eso es verdad.
En realidad había unas iglesias que eran más maduras que otras; pero en términos generales se parecían a nosotros y nosotros nos parecemos más a ellas de lo que creemos.
Otra, sabiendo que estamos en proceso hacia la meta, destacar las cosas que entorpecerían el proceso. Una de ellas es no detenernos demasiado en lo que hemos vivido y nos haya afectado de forma negativa; ¡O que lo hayamos vivido “sin pena ni gloria”! Que también es posible.
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Todos tenemos nuestras propias historias negativas que contar; pero mirar hacia atrás y estar siempre quejándonos, no nos ayudará en nada.
Al contrario, el pasado puede ser una especie de cadena que nos impida avanzar hacia la meta propuesta por el Señor mismo.
Entonces, hagamos lo que sea necesario para no quedarnos estancados con la mirada puesta en el pasado.
Busquemos el quedar libres de ataduras; y si es necesario, abracemos el perdón recibido y el dado como la mejor medicina para nuestra sanidad espiritual. Quizás solamente así podríamos decir como el Apóstol Pablo:
“Yo mismo no pretendo haberlo alcanzado; pero una cosa hago: Olvidando ciertamente, lo que queda atrás y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (Fip.3.13-14)
Las palabras del Apóstol Pablo, “prosigo a la meta” era una declaración personal, que bien podemos aplicar a nuestra vida; pero también podemos hacer de ella una declaración colectiva, como Iglesia, en la medida que nos damos cuenta que incluso aquello negativo que nos pasó, también nos ayudará, en todo caso, a madurar y progresar.
De otra forma, el pasado podría llegar a ser un gran impedimento en nuestra vida cristiana y eclesial.
Pero quizás también cabe la posibilidad de que una declaración personal por nuestra parte de “ir adelante hacia la meta”, no esté en consonancia con la declaración general que una comunidad dada pueda hacer respecto de ese “ir adelante hacia la meta”.
Porque a veces se da el caso de que la comunidad, aunque diga lo mismo, tiene otra idea muy diferente de dicha “meta” y los medios para alcanzarla, dado que el liderazgo, quien quiera que sea, no está tan acertado como debiera.
Entonces se hace necesario que, en principio, el creyente aclare su situación eclesial. Lo cual implicaría, en algunos casos, cambiar de iglesia. De otra forma, se sentirá frustrado y tampoco sería entendido en su propio contexto eclesial.
Pero por otra parte, tenemos que reconocer que mientras estemos en este mundo, siempre tendremos esa tensión, entre el modelo-perfecto propuesto por el Señor y el punto en el cual nosotros nos encontramos, sea cual sea.
Esto no debería desanimarnos. Al contrario. Debería ser suficiente motivo y un estímulo para reconocer que, aunque no somos perfectos, estamos en el camino y proceso de serlo.
Mientras tanto y como parte del plan perfecto divino para con su iglesia, quizás no podremos entender los grandes misterios ni resolver las grandes controversias de la teología, pero nada ni nadie nos podrá impedir cumplir con aquello a lo cual todos somos llamados, y de lo cual destacamos aquí algunas cosas esenciales:
En primer lugar, amar como el Señor nos amó (J.13.1,34-35). Si este es el principal mandamiento, que es derivado del primero, de “amar a Dios sobre toda las cosas”, entonces hemos de entender que es el más difícil de cumplir.
Y eso aunque nosotros lo demos por “archisabido”; porque, una cosa es “saber” y otra muy diferente, aplicarlo en nuestra vida.
En segundo lugar, servir de forma ejemplar como Él lo hizo (J.13.3-15). Deberíamos llevar el servicio como un estandarte, dado que aquel “amaos los unos a los otros” no es algo abstracto, sino que se hace realidad a través del servicio a los demás: “Servíos por amor los unos a otros” (Gál.5.13). Y esto, hasta el sacrificio, si fuese necesario (Mrc.10.43-45)
En tercer lugar, cumplir con la misión de hacer discípulos, tal y cómo también Él nos mandó, enseñó y encargó. (Mt.28.19-20; J.17.20).
Esta es una de las más grandes responsabilidades de la Iglesia; pero también es una de las responsabilidades que con más frecuencia se deja de practicar; y con el tiempo… olvidar.
En cuarto lugar, reconocer la realidad de que el modelo propuesto por el Señor para su Iglesia no se da de forma perfecta en ningún grupo ni institución, ni pasada, ni presente; ni siquiera en las páginas del Nuevo Testamento.
Solo podemos verlo en el modelo propuesto por el mismo Señor y cumplido al final en su Segunda Venida.
De ese modelo unos y otros participamos en alguna medida. No somos perfectos, pero vamos hacia la perfección; y eso a pesar de todos nuestros defectos.
En quinto lugar, velar por la unidad que el Señor ganó con su muerte en la cruz y por su resurrección (J.17.21-23) dado que “el que destruyere el templo de Dios, Dios le destruirá a él; porque el templo de Dios, el cual sois vosotros, santo es” (1ªCo.3.17)
Todo lo que no sea eso, en principio es y resultará en pérdida de una gran bendición para nosotros y para con otros, y un serio impedimento para llegar a la meta divina propuesta.
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