El triunfo de lo justo supone la derrota de la maldad.
El rey Josías acometió, cuando todavía era joven, una serie de reformas de profundo calado que iban en la dirección contraria a la que había seguido la nación durante mucho tiempo. Y aunque es verdad que su abuelo Manasés se había arrepentido en la segunda etapa de su vida de todo el mal que había hecho, su padre Amón volvió a reincidir en los viejos caminos. Mas aquel muchacho se propuso encaminar su vida y su reino conforme a la voluntad de Dios.
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Pero la obra era inmensa, porque si para que crezca el mal no hace falta hacer nada, mucho más aumentará cuando se le da cobijo y se le promociona. Y tal cosa es la que había ocurrido durante tanto tiempo, de modo que la maldad se había extendido en múltiples formas y en todos los sitios. Solamente una resolución firme y una mano fuerte podían poner fin a aquel estado de cosas.
Que un joven tuviera los arrestos necesarios para realizar tan descomunal obra resulta sorprendente, porque se supone que los grandes retos le vienen grandes a alguien que está comenzando. Pero, contra todo pronóstico, en él había un espíritu valiente, decidido a efectuar sin componendas lo que creía que debía hacerse.
Y de este modo comenzó una tarea de demolición de todo lo que se había construido, en honor de aquellos ídolos cananeos a los que la nación de Israel había rendido culto. Se trataba de Baal y Asera, a quienes se atribuía la facultad de proporcionar las lluvias necesarias para el sustento y de otorgar la buena suerte, respectivamente. La ventaja de creer en esos ídolos era que no demandaban altas exigencias morales, dado que el culto a Asera suponía tener promiscuidad sexual con mujeres que estaban dedicadas a tal menester, consagradas para ser prostitutas en sus santuarios. Las figuras que representaban a Asera siempre estaban desnudas, en un anticipo gráfico de la actual pornografía. El materialismo que suponían estos dos ídolos, sintetizados en la prosperidad y el sexo, era el factor que socavaba a una sociedad que se había entregado por completo a su corrupción.
Pero no eran los únicos, porque además estaban los ídolos importados de más lejos, de Babilonia, donde la creencia en el poder de los astros para determinar la vida de las personas, también se había introducido. Pensar que Marte, Júpiter, Mercurio o Venus tuvieran un papel fundamental, era atribuir a criaturas inanimadas lo que es exclusiva potestad del Creador.
Con todo, aún había algo más repulsivo en el seno de aquella nación, como era el culto a Moloc, el ídolo amonita, al que se ofrecían sacrificios humanos, de niños, para, de ese modo, congraciarse con él. Se trataba de otra abominación, en este caso con derramamiento de sangre inocente, auspiciada desde las instancias del pueblo y del poder, en otro anticipo de lo que sucede en nuestros días, con la extirpación de la vida a los no nacidos no deseados.
Y así fue como Josías emprendió aquella colosal obra, en la que se suceden los verbos “quitó”, “derribó”, “profanó”, “quebró” y “quemó”. A diferencia de la basura física, en la que hay que distinguir la que es aprovechable y la que es inservible, en toda aquella basura moral y espiritual nada había que pudiera ser eximido de la destrucción. Y a diferencia de algunos de sus predecesores, que habían acometido tareas de reforma parciales, al atreverse a quitar ciertas cosas, pero no otras, este rey efectuó una reforma total, sin concesiones. Pero la razón última de toda esta obra no era destruir por destruir, sino manifestar fehacientemente la incompatibilidad radical entre lo que Dios quería y toda aquella aglomeración de paganismo en la que la nación estaba sumida, porque mientras esa maldad estuviera en vigencia, su hegemonía significaba la reducción de Dios a la mínima expresión. De ahí que a continuación mandara celebrar la Pascua, la fiesta por excelencia, en la que se reconocía que la existencia como pueblo de Israel y su libertad, se debían a Dios. Fue una ocasión memorable, única, en los anales de la nación y, de este modo, aquella Pascua fue el gozoso colofón que culminaba todo lo que se había comenzado.
Hay un tweet de Dios que dice lo siguiente: ‘Alegría es para el justo el hacer juicio; mas destrucción a los que hacen iniquidad.’ (Proverbios 21:15). Parece que hacer juicio es algo grave y serio, tanto que sería mejor no efectuarlo o, si no queda más remedio, hacerlo lo más liviano posible. Por supuesto, nada tiene que ver con la alegría. Josías no estaría de acuerdo con esa interpretación, muy del gusto actual. Para él, había una correspondencia entre la justicia y la alegría, porque el triunfo de lo justo supone la derrota de la maldad.
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En contraste, para los que se complacen en la iniquidad, todo lo que sea o suene a justicia es detestable, porque supone la destrucción de lo que promueven, de ahí que estén en guerra permanente con la justicia.
El mismo contraste que sigue persistiendo hasta el día de hoy.
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