La revelación de Cristo crucificado por los pecadores es escandalosamente incongruente con las concepciones humanas de justicia proporcional. Un artículo de Simon Jooste.
Soy el pastor de una iglesia reformada multicultural de habla inglesa en el extremo sur de África, en una ciudad llamada Ciudad del Cabo. Desde 1652, cuando los primeros colonos holandeses desembarcaron en el Cabo, la iglesia ha luchado por cumplir la Gran Comisión en medio de la empresa cultural común con su lado oculto de juegos de poder político que van desde el colonialismo, la esclavitud y el racismo hasta la corrupción y la xenofobia.
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En otras palabras, las iglesias sudafricanas han intentado cumplir una misión cruciforme en un mundo de programas contrapuestos, especialmente los presentados por el estado. En este ensayo se exponen algunas posibles lecciones que pueden extraerse de un rincón del planeta en el que la iglesia en ocasiones ha transformado las políticas del gobierno civil y, en otras, se ha amoldado a ellas. Propongo que, para proteger mejor el llamado de la iglesia y su doctrina central de justificación solo por la fe, debería existir un “apartheid” (separación) entre iglesia y estado.[1]
En 1995, Nelson Mandela se convirtió en el presidente de la nueva democracia liberal de Sudáfrica que se forjó por encima de una historia conflictiva de variantes del nacionalismo europeo, cristiano, blanco y negro. Por primera vez, la iglesia sudafricana tuvo que dilucidar su papel en un contexto de pluralidad religiosa y separación del estado. Ya no avalaban oficialmente ciertas tradiciones eclesiásticas un sistema de prejuicio racial. Era hora de establecer distinciones más nítidas entre iglesia y estado. Pero esto no ha resultado fácil para creyentes acostumbrados a utilizar la Biblia como modelo para todos los aspectos de la vida, incluida la política secular.[2]
No obstante, es posible que estos sucesos en la “nación del arco iris” de Mandela, al igual que en otros países occidentales, hayan sido positivos tanto para el estado de derecho como para el testimonio del evangelio. La idea de la separación de la iglesia y el estado, tal como está consagrada en lo mejor de la democracia liberal, no carece de precedentes en las tradiciones católica y protestante. Con el apoyo de pasajes como Génesis 8:20-9:17 y Romanos 13, los teólogos han argumentado que el gobierno debería tener una autoridad y un mandato divinos únicos para garantizar el orden político y la paz. En esta perspectiva, lo mejor de la legislación civil no se encuentra en la opinión humana arbitraria, sino en el orden creado. En otras palabras, el gobierno secular justo refleja la ley natural de Dios inscrita en el corazón humano y discernida en el mundo, aunque de forma imperfecta (cf. Ro 2:14-15). La Biblia da testimonio de estas leyes naturales (cf. Proverbios). Los pastores deben predicarlas y exhortar a los cristianos a vivir según ellas en amor al prójimo. Esto incluiría necesariamente combatir los males sociales, como los prejuicios raciales, acogiendo ideas dondequiera que se encuentre la verdad de la gracia común de Dios.[3]
¿Qué deben hacer entonces los cristianos cuando enfrentan la injusticia, como la discriminación, dentro de la congregación de Cristo?
El camino hacia la integración racial en las variopintas iglesias sudafricanas durante el último cuarto de siglo ha sido lento e imperfecto. Uno de los momentos culminantes fue el arrepentimiento de la Iglesia Reformada Holandesa por su apoyo oficial al apartheid institucional. La restauración tras la desigualdad racial forzada no es diferente de otros pecados con los que luchan los cristianos, con la diferencia de que la iglesia trata la injusticia de maneras cruciformes. La comunidad del pacto de Dios tiene una brújula moral claramente diferente. Ilustro esta realidad con algunos ejemplos bíblicos pertinentes.[4]
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Por un lado, la iglesia participa en un ministerio de la ley que expone la depravación de los corazones humanos como ningún código civil puede hacerlo (2Co 3:6). Este ministerio se centra en ambas tablas de los Diez Mandamientos refractadas a través de las Bienaventuranzas de Jesús (Dt 5:6-21; Mt 5-7; Gá 6:2). Ningún pensamiento o intención, y mucho menos ninguna acción, escapa al escrutinio. Todos fluyen de una fuente ausente de cualquier constitución secular: un corazón oscuro que busca un gobierno divino que elude la norma perfectamente santa de Dios (Gn 6:5). El primer pecado de Adán fue profundamente político. Desde entonces, los pecadores han sentido la tentación de enseñorearse sobre Dios y los hombres para alcanzar gloria (Gn 3; 8:21; 11).
Si bien el gobierno civil puede restringir la maldad, no puede ofrecer liberación del pecado. Las obras de la creación y la providencia de Dios solo ofrecen una solución razonable y provisional a la tiranía política (Gn 9:6; Ro 13). Por el contrario, la misión de la iglesia es proclamar a Dios como redentor, un mensaje ajeno a la cultura en general, incluido el estado. La revelación de Cristo crucificado por los pecadores es escandalosamente incongruente con las concepciones humanas de justicia proporcional (Gn 3:16; Jn 3:16; 2Co 5:21).[5]
La ofensa de la vida de la iglesia se centra en el sufrimiento y la muerte de Jesús para satisfacer la justicia de Dios y salvar a los pecadores (Ro 3:21-26). Irónicamente, Cristo fue crucificado porque los pecadores buscaban “justicia” en la Roma del primer siglo. Las personas denominadas “virtuosas”, que pensaban que estaban haciendo un favor a Dios, mataron a su Hijo (Mt 27). La ética de la iglesia hunde sus raíces en la paradoja de Jesús, que obtuvo vida mediante la muerte, que venció mediante la debilidad.
Esta forma de vida subvierte las legítimas y supremas búsquedas de una reforma social más amplia que celebra las buenas acciones y trata de reducir los males del sufrimiento humano (cf. Ro 13). En la iglesia cabe esperar una valoración misteriosamente positiva del sufrimiento: la crucifixión de Cristo por los pecadores y el carácter de la santificación cristiana que involucra llevar la cruz (Mt 16:24-28; Ro 6:1-11; 1Co 1-2; 2Co 1).
La iglesia es ese único lugar en la tierra donde los pecadores invitan la convicción de la ley con esperanza (Ro 5-6; 2Co 3). También es la única comunidad donde utilizar la ley de forma incorrecta puede ser peligroso, donde hacer buenas obras por motivos equivocados puede acarrearnos juicio (Gá 3:9-13). Aunque el activismo y la reparación legal son apropiados en la plaza pública, la iglesia es la única esfera en la que Dios actúa contra el cumplimiento santurrón de la ley (Gá 1-2; 2Co 3). Mediante la lectura y la predicación de la ley, Dios crucifica la carne para salvar al pecador (Hch 2:42; Ro 10; Gá 2:20). Solo cuando estamos unidos a Cristo en su muerte la ley puede ser una guía para una nueva obediencia cristiana producto de la gratitud (Col 3).
La congregación de los fieles es aquella esfera donde los infractores de la ley escapan a la justicia retributiva divina y civil. Los pecadores —incluso los peores— no reciben su merecido por mal comportamiento, por traición cósmica. En cambio, los impostores “piadosos”, las prostitutas y los prejuiciosos obtienen una misericordia infinita. El campo de juego se nivela. Solo hay pecadores y santos, que no tienen nada de qué jactarse sino del pecado y del don de la vida eterna. La iglesia es ese espacio misterioso para segundas oportunidades y setenta y siete oportunidades (Mt 11:19; 18:22).
De ahí la naturaleza contraintuitiva de la vida de iglesia. Cuando los creyentes son perseguidos y agraviados, deben responder poniendo la mejilla con gracia, en el contexto de un mundo en el que se insiste en los derechos individuales y se corrige a los opresores, a veces por la fuerza. En consecuencia, la comunidad de los santos es aquella comunidad en la que los últimos son los primeros, en la que se honra más a los menos visibles, en la que los líderes sirven, aunque persistan distinciones sociales, raciales y biológicas (Mt 5-7; 1Co 1:18-31; 15:35-58).
Así como Jesús sufrió el desprecio de las masas por no haber logrado la transformación social y política, la iglesia es ridiculizada por su aparente falta de pertinencia y éxito. Al igual que el ministerio de Jesús, la iglesia extiende el reino de los cielos mediante un mensaje de muerte y abandono que trae vida. Este mensaje es transmitido por un ministro frágil que ejerce los medios ordinarios de la Palabra y los sacramentos a desclasados y marginados (Is 53; Mt 27:45-56; 1Co 1-2; 11; 2Co 1).
La iglesia neotestamentaria del Jesús crucificado y resucitado tiene en común con los patriarcas del Antiguo Testamento, Job, los profetas perseguidos y los exiliados judíos una condición de peregrina que espera los cielos nuevos y la tierra nueva (1P 1-2; Ap 21). Dado que Cristo es el cumplimiento de los tipos y sombras del Israel teocrático, la perspectiva de salud, riqueza y prosperidad solo llega ahora a través del mandato cultural común (Gn 8:20-9:17; Lc 24). Hasta su segunda venida, los cristianos deben tomar su cruz, sufrir injusticia y morir anticipando la gloria consumada (Mt 16).
En resumen, las observaciones bíblicas sobre la naturaleza cruciforme de la política de peregrinos de la iglesia revelan cuánto discrepa con la balanza terrenal de justicia, poder y gloria. La peculiar constitución del cuerpo de Cristo en la tierra, la Palabra de Dios, otorga a la comunidad de fe una Gran Comisión contracultural (Jn 18:36; Mt 28). La Biblia no promete que la potencia de la iglesia pueda encontrarse en la vida nacional o en los logros colectivos de la historia humana, incluida cualquier clase de reforma social. Al igual que en el ministerio terrenal de Jesús, la iglesia crece y triunfa, pero de maneras “apasionadas”, ocultas de un mundo empeñado en “ver” resultados mensurables.
Teniendo en cuenta los anteriores contornos de la vida de la iglesia, ¿cómo podría transformar la ética del estado o amoldarse a ella? ¿No sería esto una confusión entre la ley y el evangelio? ¿Un colapso de la creación en la redención? ¿Una fusión de fe y razón natural? Con la llegada del liberalismo político a Sudáfrica, los cristianos se han visto obligados a reevaluar el papel público de la iglesia. Tal vez sea algo bueno. ¿Podría ser que la iglesia no debería contener ni reflejar ninguna teoría o partido político secular con su búsqueda de la justicia y, de ahí, la promesa del “apartheid” de iglesia y estado?[6]
Me imagino que para algunos (quizá muchos) lectores, la idea de separar iglesia y estado resulta chocante. Pero ¿no podría ser esta incomodidad una extensión del mensaje ofensivo de la cruz?
Existe una importante tradición católica y protestante que abraza esta visión, que se remonta a las dos ciudades de Agustín, pasando por la ley natural y la teología política de los dos reinos de Lutero y Calvino, hasta llegar a círculos luteranos, presbiterianos y reformados contemporáneos. Esta perspectiva, que afirma el gobierno de Cristo sobre toda la vida, presenta a los cristianos como ciudadanos duales: gobernados a la vez por la política cruciforme de la iglesia de Cristo y haciendo cultura común con los no creyentes bajo la regla de justicia proporcional del gobierno civil.[7]
El valor de este paradigma es su promesa de salvaguardar el evangelio y la Gran Comisión de la iglesia, al tiempo que libera a los cristianos para marcar una diferencia provisional en la sociedad como realización del Gran Mandamiento de amar. Con la creciente popularidad de la política de identidad en todas partes, incluida la iglesia, quizá haya más espacio que nunca para el paradigma de dos reinos y ley natural en la mesa del discurso ecuménico sobre Cristo y la cultura.[8]
Simon Jooste es nativo de Ciudad del Cabo, Sudáfrica, donde ha sido el pastor de Reformed Church Southern Suburbs desde 2014.
Este artículo apareció por primera vez en la web del Movimiento Lausana y se ha reproducido con permiso.
Notas finales
[1] Nota del editor: Ver el artículo de Thomas Harvey “El estado y la persecución religiosa”, en el número de marzo 2016 del Análisis Mundial de Lausana. ↑
[2] Simon N. Jooste, ‘Recovering the Calvin of “two kingdoms”: A historical-theological inquiry in the light of church-state discourse in South Africa’ (PhD diss., University of Stellenbosch, 2013), Chap. 3; and ‘From Orange to Pink: A History of Politics and Religion in South Africa’s Cape Town,’ Modern Reformation Nov/ Dec 2021. ↑
[3] Uno de los principales defensores contemporáneos de esta perspectiva es David VanDrunen. See Living in God’s Two Kingdoms: A Biblical Vision for Christianity and Culture (Wheaton: Crossway, 2010); Natural Law and the Two Kingdoms: A Study in the Development of Reformed Social Thought, Emory University Studies in Law and Religion (Grand Rapids / Cambridge: William B. Eerdmans Publishing Company, 2010); Divine Covenants and Moral Order: A Biblical Theology of Natural Law (Grand Rapids, Eerdmans, 2014); and David VanDrunen, Politics after Christendom: Political Theology in a Fractured World (Grand Rapids: Zondervan, 2020). See also Bryan D. Estelle, The Primary Mission of the Church: Engaging or Transforming the World? (Fearn, Mentor Imprint, 2022); R. Scott Clark, Recovering the Reformed Confession: Our Theology, Piety, and Practice (Phillipsburg, NJ: P&R, 2008); Michael Horton, The Christian Faith: A Systematic Theology for Pilgrims on the Way (Grand Rapids: Zondervan, 2011); and D.G. Hart, A Secular Faith: Why Christianity Favours the Separation of Church and State (Chicago: I.R. Dee, 2006). ↑
[4] Mi hermenéutica se inspira especialmente en la obra de Martín Lutero de 1518-1519 Heidelberg Disputation; see Luther’s Works, Vol 31, edited by Helmut T. Lehmann (Philadelphia: Fortress Press, 1957). ↑
[5] Una forma en que la Iglesia desafía las normas del mundo es su abundancia material, que trasciende la escasez económica mundana. (2 Cor 8-9). ↑
[6] Intento responder a estas preguntas en un próximo volumen titulado Pilgrim Politics: Recovering the Cruciform in our Creed (2023). ↑
[7] Ver nota 2 arriba. ↑
[8] Jooste, ‘Recovering the Calvin of “two kingdoms”’. I am grateful for the input of David VanDrunen on sections of this essay. ↑
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