Ante la avalancha de retorcidos discursos, conceptos y palabras a la que estamos asistiendo, no hay más que un asidero firme al que agarrarse.
No es exagerado decir que la batalla decisiva que actualmente se libra en todo el mundo, a efectos de pensamiento, tiene que ver con las palabras. Como detrás de las palabras hay nociones, en última instancia tal batalla es referente a determinadas nociones capitales, donde se trata de erradicar un concepto para sustituirlo por otro y de esta manera es como han surgido expresiones que, a fuerza de ser repetidas, están calando en la mentalidad popular, dado que la masa es fácilmente dirigible, igual que lo es un rebaño de borregos. Lo que pretenden los autores de esta implantación es no solo hacernos pensar como ellos quieren que pensemos, sino también hacernos hablar como ellos quieren que hablemos. Ahora bien, cuando hay un intenso fomento para la imposición de un pensamiento y de un lenguaje es seguro que estamos ante algo que se parece a una dictadura, porque toda dictadura necesita de unas ideas fundamentales, envueltas en palabras cuidadosamente escogidas, las cuales hay que promover y diseminar a toda costa, para que la población entera quede bajo su influencia.
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Pero si bien siempre la imposición de un determinado pensamiento y lenguaje ha sido tarea exclusiva de dictaduras de signos extremos y hegemónicos, la diferencia a la que ahora asistimos es que son las propias democracias las que se han embarcado en esa labor, no yendo a la zaga de tales dictaduras en cuanto a medios y persistencia, de modo que vivimos en una realidad nueva, como es que las democracias están actuando como las dictaduras.
Para construir un edificio en el mismo lugar en que ya hay otro es imprescindible demoler éste, para que su sitio lo ocupe aquél. Pues bien, de eso se trata, de demoler nociones y conceptos básicos, que ya existían desde que los egipcios construyeron las pirámides, desde que los sumerios escribían en cuneiforme, desde que los chinos inventaron los ideogramas y desde que los fenicios idearon el alfabeto. Desde entonces, todas las civilizaciones han sostenido ciertos conceptos como axiomas, es decir, verdades que son tan evidentes que no necesitan demostración, concernientes al ser humano y su naturaleza. Y de esa manera, un hombre es un hombre porque ha nacido hombre y una mujer es mujer porque ha nacido mujer. A pesar de las enormes diferencias en tantos aspectos que separaban a egipcios de sumerios y a chinos de fenicios, todos estaban de acuerdo, sin necesidad de que nadie les instruyera, en que el nacimiento determina el sexo. También estaban de acuerdo, a pesar de las distancias geográficas y temporales, en que el matrimonio es cosa de hombre y mujer, exclusivamente.
Pero ahora han llegado los descubridores de nuevas teorías, de las que la humanidad ha estado ignorante durante milenios, para derribar el edificio construido, que ha demostrado soportar el paso del tiempo y toda clase de contingencias que se han presentado, e implantar otra construcción que lo sustituya, basada en unos planos que ellos mismos se han inventado. Pretenden hacer creer que su construcción es excelente, aunque no hace falta ser perito para ver que sus fundamentos no son más que torcidas argumentaciones, con las que hacer experimentos sociales suicidas.
Entre los términos que están siendo impulsados desde las altas instancias, mundiales, europeas y nacionales, están los de identidad de género, diversidad y orientación sexual. Por el primero se ha cambiado la identificación de sexo y género, por una elección que el individuo hace. Pero si el individuo tiene autonomía para ser diferente a lo que es, ¿no cabría ampliar ese derecho para que abarcara otras posibilidades, aún más atrevidas? Por ejemplo, la de ser considerado, a todos los efectos, otra cosa, lo cual sería definido como identidad de naturaleza, esto es, que cada cual decide qué naturaleza quier ser, si hormiga, piedra o baobab. Pero alguien dirá, eso solo se le ocurre a un loco. Pues de eso se trata, de competir para ver quién está más loco, si los que promueven la identidad de género o los que promueven la identidad de naturaleza.
Diversidad es la palabra de moda, que sirve para incluir otra expresión que es orientación sexual, la cual sería una manifestación de esa diversidad, porque la diversidad es riqueza. Efectivamente, lo homogéneo puede ser empobrecedor y limitador. Por ejemplo, qué monótono sería que todo el mundo fuera honesto, con lo necesaria que es la diversidad ética, por la que se daría cabida a los que tienen la orientación de la honradez, pero también a los que tienen la orientación de la corrupción. ¿Y qué decir de la aburrida uniformidad matemática, por la que dos y dos siempre son cuatro, cuando se podría incluir la riqueza de que dos y dos sean tres, cinco o seis, según la orientación matemática de cada cual, en aras de la diversidad?
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Hay un tweet de Dios que dice lo siguiente: ‘Los labios del justo saben hablar lo que agrada; mas la boca de los impíos habla perversidades.’ (Proverbios 10:32). Hay dos clases de discursos en este pasaje, consistente uno en lo que es agradable y otro en lo que es perverso. Pero el que es agradable no es el que lo es al oído humano, sino el que es agradable a Dios. Tal discurso procede del justo, palabra que está en singular, y que solamente cuadra con el que es el Justo por excelencia. Él conoce lo que agrada a Dios y por eso su enseñanza es digna de ser guardada, al ser verdadera. Pero el otro discurso viene de una fuente muy diferente, como son los impíos, cuya boca sabe mucho de perversidades, palabra que tiene que ver con torcer y viciar lo recto.
Ante la avalancha de retorcidos discursos, conceptos y palabras a la que estamos asistiendo, no hay más que un asidero firme al que agarrarse, para no ser arrastrados por esta vorágine de error y perversión. Un asidero que consiste en el discurso, conceptos y palabras de Aquel que conoce lo que agrada a Dios.
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