El tweet de Dios sobre la pregunta que lleva implícita la respuesta

Entre los numerosos artificios lingüísticos que nos hemos fabricado para atenuar el amargor de lo que es amargo, está la sustitución del término imputado por el de investigado. Que se diga que alguien está imputado en una causa judicial tiene una carga de profundidad innegable, porque significa que hay indicios y hasta pruebas que abren la puerta a su culpabilidad, aunque en principio sea inocente mientras no se demuestre lo contrario. Pero ya de por sí la palabra imputar tiene el significado de atribuir, achacar, que extiende una sombra de sospecha sobre la persona imputada. El imputado pasa a ser un acusado, calificativo nada amable. En cambio, investigado es un término mucho más digerible, más neutro, al no tener una connotación oscura, porque investigar es una acción que busca descubrir. Hay todo un mundo de diferencia entre achacar, que es culpar, y descubrir, que es solo investigar.

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Tal vez este giro lingüístico sea fruto de la creencia en la bondad innata del ser humano, la cual enseña que el individuo es solamente maleado por el entorno que le rodea, pero nunca por algo que haya dentro de él mismo. Esta tendencia se hace patente en lo difícil que resulta encontrar a alguien que se haga cargo y se responsabilice de sus propios actos, al buscarse siempre subterfugios y vías de escape para eludir tener que enfrentar las consecuencias de lo que se ha hecho mal. Ya pasó al principio, cuando el hombre y la mujer se escondieron y cuando ya no tenían escondite posible, el hombre le echó la culpa a la mujer y la mujer a la serpiente.

Y es que hay una componente de vergüenza asociada a la culpa por la que nadie quiere pasar, porque la vergüenza es resultado de la demostración de la bajeza cometida. La vergüenza surge no solamente por la pérdida del honor y la reputación, sino también por la adquisición de la infamia y el oprobio. De pronto, la persona sabe que lo honroso se ha evaporado y su lugar lo ha venido a ocupar lo bochornoso. Por eso, incluso aquellos cuyas conductas son totalmente abyectas, las justifican y blanquean, con el fin de no quedar ligados a lo que es deleznable.

Pero también existe la posibilidad de compararse con otros y llegar a exonerarse uno a sí mismo, en vista de la enorme diferencia entre una persona “bien nacida” y otra de “mala ralea”. Fruto de esa comparación surge la atribución propia de mérito personal, si no de perfección moral o algo que se acerca bastante. Como somos proclives a aprobarnos a nosotros mismos, esta disposición es global, dándose en todo tiempo y en todo lugar.

Pero hay un tweet de Dios que dice lo siguiente: ‘¿Quién podrá decir: Yo he limpiado mi corazón, limpio estoy de mi pecado?’ (Proverbios 20:9). Lo primero que llama la atención es que la palabra limpieza aparece dos veces, pareciendo que es la misma. Sin embargo, son dos palabras distintas, aunque se han traducido igual, significando la primera el hecho de tener un corazón puro, limpio, mientras que la segunda indica el acto de purificar o limpiar el corazón. Es decir, mientras que en la primera parte del texto se está contemplando la pretensión de la inexistencia de pecado, en la segunda parte se está contemplando la pretensión de auto-purificación del pecado. En un caso, se considera una supuesta impecabilidad, por la esforzada perfección del individuo; en el otro, se considera un arreglo de la pecaminosidad, basado en una solución personal.

Hay, entre otros, dos grandes componentes que tiene todo pecado, siendo uno la culpa y el otro la contaminación. Por el primero, el que comete pecado es hallado culpable; por el segundo, el que comete pecado queda contaminado, manchado, de manera que la culpa es el origen de la mancha. No hay, pues, mancha sin culpa previa y no hay culpa sin mancha subsiguiente. Una engendra a la otra y una es hija de la otra.

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En este tweet de Dios la pregunta es si hay alguien que puede declarar que está exento de culpa y si hay alguien que puede declarar que se ha limpiado él mismo de la mancha que acarrea la culpa. Y la respuesta, que queda en el aire, pero que cae por su propio peso, es que no hay nadie que, justamente, pueda afirmar algo así. Es decir, estamos frente a una verdad de dimensiones colosales, como es que la culpa y la mancha son universales, no existiendo quien esté libre de ellas. No es el patrimonio de un sector más o menos amplio de la humanidad, ni es el problema que aqueja a éstos o a aquéllos. Es el atolladero de todos y cada uno de los descendientes de Adán. De todos menos de Uno, que estaba libre de culpa y, por tanto, de mancha.

Es gracias a ese Uno, Jesucristo, que se puede alcanzar el perdón de la culpa y la limpieza de la mancha, por la poderosa acción de su preciosa sangre.

No sigas declarándote inocente, porque eso mismo ya te hace culpable, ni sigas atribuyéndote la capacidad de auto-limpiarte, porque tu mancha no se quita con detergentes humanos. Ven a Cristo, para que puedas recibir el perdón y la purificación.