Lo que pasa es que, en medio de los avatares de la vida, no nos paramos a contemplar el cumplimiento de las profecías. Muchas veces nos sumergimos en las problemáticas de la vida, contemplamos los campos de marginación, la pobreza del mundo, a ver cómo es verdad que el hombre, como se ha dicho, puede llegar a ser el lobo del hombre, como se puede despojar, poner sobre nuestras mesas la escasez del pobre, matar, herir, robar de mil maneras, marginar y excluir.
Buscamos la felicidad como en medio de un desierto. Leemos la Biblia y la voz profética grita contra todo tipo de abuso, sufrían con el despojado y el débil del cual los poderosos abusaban, pero ni para los profetas ni para los cristianos se queda todo ahí. Los profetas vivían el drama o la tragedia de la vida, pero siempre estaban abiertos a la esperanza. Caminaban por el desierto y, en su bendita utopía, esperaban que éste llegara a florecer. Nunca perdieron la esperanza. No la perdamos tampoco nosotros. El tiempo de Adviento nos confirma en la esperanza de un Dios que viene y cumple.
Es por eso que se pueden encontrar escritos proféticos como éste:
“Se alegrarán el desierto y al soledad; el yermo se gozará y florecerá como la rosa”. Al fin y al cabo la esperanza de estos profetas estaba puesta en la llegada del Mesías, ese sería el momento en el que la rosa florecería, como dice el himno de Adviento:
“Aquel rosal lejano, al fin la rosa dio… Venid a ver, venid, la flor del soberano linaje de David”.
Y es que,
quizás, la vida no se puede soportar sin tener la mirada puesta en una luz de esperanza. Este tiempo de Adviento nos afirma en esta esperanza. El largo túnel de la vida, lleno de asperezas y espinas, no se podría recorrer si al final, la esperanza no nos mostrara una luz brillante. Por eso es que pueden decir los profetas:
“El pueblo que andaba en tinieblas vio gran luz; los que moraban en tierras de sombra de muerte, luz resplandeció sobre ellos”. Pues bien, la luz se acerca... es tiempo de Adviento.
Nunca los hombres de Dios han caído en el odio, en la amargura o en la desesperanza. Y en nuestro contexto del 80% de la humanidad en pobreza ¿Hay esperanza para ellos? ¿Hay perspectivas de cambios solidarios o hemos de llorar con ellos la tragedia del mundo?
Los profetas ejercieron siempre una esperanza activa, miraban a la luz que vislumbraban al final del túnel en donde los hombres son despojados, privados de dignidad, robados y caminando en sufrimiento, y esa luz de esperanza les daba energías para ser manos tendidas y voces de denuncia que podían hacerse resquebrajar las estructuras de poder y de pecado injustas. Adviento es un tiempo adecuado para ir retomando todas estas líneas proféticas. En su veracidad y sinceridad, y sabiendo que estaban apoyados por la esperanza, gritaban anunciando el justo juicio contra los opresores y los insolidarios. Sin embargo, siempre eran portadores de esperanza. Las cosas cambiarán,
“saldrá una vara del tronco de Isaí, y un vástago retoñará de sus raíces…juzgará con justicia a los pobres… morará el lobo con el cordero… y un niño los pastoreará”. Un niño, esperanza de renovación, de futuro nuevo, de que es posible un nuevo comienzo. Adviento nos anuncia que ese niño está cercano. Se acerca cada semana un poco más. Hay que ir encendiendo, una tras otra, las cuatro velas del tiempo del Adviento.
En el pueblo de Dios siempre debe brillar la luz de la esperanza y resplandecer los oráculos de la utopía… nada hay imposible para Dios. La justicia triunfará y su fruto será la paz. Paz en medio de un mundo lleno de violencia porque reina la injusticia, pero todo tiene su tiempo.
Debe llegar el momento en el que la justicia y la paz se besen. Por eso los profetas y cualquier hombre de Dios en nuestros días, no debe caer nunca en la amargura, pero tampoco en la pasividad. La flor se acerca. El botón que será un capullo y que debe abrirse en una flor que perfume al mundo debe de llegar. Mientras, esparzamos nosotros nuestro perfume, el Señor nos da consuelo:
“Consolaos, consolaos, pueblo mío, dice nuestro Dios”, pero lo lógico es que nosotros, mientras estemos en el túnel en donde las gentes sufren, nosotros también consolemos y seamos la mano tendida que esparce algo del perfume que tendrá la rosa cuando se abra, un perfume que rehabilita, que perfuma, que integra, que libera y que salva. Llegará el Nacimiento, la Navidad... símbolos de ese perfume que se acerca a la tierra.
Todo el conjunto de textos utópicos de los profetas nos dicen que no nos podemos quedar paralizados ante la opresión y el sufrimiento, ante la insolidaridad que sumerge a más de media humanidad en la pobreza. Algún día, los impíos y los opresores caerán, al rico necio vendrán a pedirle su alma, los graneros serán derrumbados para que los pueblos de la tierra puedan comer y tener abundancia… el desierto se llenará de rosas, se convertirá en manaderos de aguas.
Mientras, nosotros, los que creemos, debemos ser los portadores de la antorcha de la esperanza, de una esperanza activa que nutre, que sufre con los que sufre, que libera y que rescata. Quizás nosotros no podremos llenar el desierto de rosas, ni hacerlo manaderos de aguas, aunque ahí debe estar nuestra esperanza sumergida en una utopía creadora, pero sí se nos hará posible acercar el vaso de agua, hacer oír la voz que busca justicia, lanzar al desierto un pedacito de pétalo en espera de que el perfume de justicia comience a dar su olor… Así daremos sentido a este tiempo de Adviento... hasta que florezca la rosa y el mundo se inunde del suave olor redentor de los pobres y los oprimidos.
Será nuestra Navidad. La Navidad que deberíamos hacer eterna.
MULTIMEDIA
Puede escuchar una entrevista a Juan Simarro, sobre “Navidad: entre el Dios-niño pobre y la opulencia” pulsando
AQUÍ (audio, 3’7 Mb)
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