El corazón humano puede aparentar humildad, cuando el orgullo es quien está agazapado; puede pretender sinceridad, si bien la doblez anda escondida en sus repliegues.
Las fábricas son los centros donde se elaboran, normalmente en gran número, los productos que luego saldrán al mercado, estando especializadas en una determinada gama de los mismos, porque es imposible que una sola fábrica pueda, por sí sola, abarcar la inmensa diversificación existente de mercancías. Del mismo modo que ocurría antes con los artesanos, que cada uno tenía su especialidad, así ocurre con las fábricas. Aun concediendo el imposible caso de que se pudiera fabricar todo en un solo lugar, habría que preguntarse qué ocurriría si se presentara una contingencia inabordable y la producción quedara paralizada. Durante unas semanas en el año 2020, por efecto de la pandemia, vivimos una situación que se acercaba a la paralización mercantil y eso que las industrias están no solo muy diversificadas sino además repartidas por todo el mundo. El pánico se apoderó de los mercados y el miedo hizo presa en la gente, porque, entre otras cosas, la fabricación mundial podía quedarse en suspenso.
Sin embargo, sí existe una fábrica que concentra toda la producción que imaginarse pueda y que jamás cesa en su labor. Aquí no hay días laborables y no laborables, la maquinaria siempre está a punto y no sufre percances ni averías, saliendo los productos al exterior por una incansable cadena de montaje y distribución, sin necesidad de operarios que puedan declararse en huelga y detener todo el proceso. Día tras día, mes tras mes, año tras año, esta fábrica no para de forjar y producir.
Se trata del corazón humano, cuya capacidad de trabajo es inasequible al desaliento, estando entre sus productos no sólo los meramente inmateriales, como los pensamientos y deseos, sino también los más tangibles, como las palabras, siendo factible que tanto los primeros como los segundos se conviertan en actos y comportamientos. El arco de su actividad abarca todo lo que la existencia humana puede incluir, no quedando nada fuera de su alcance.
Pero esta incansable fábrica tiene un grave problema, consistente en la defectuosa naturaleza que tiene, de manera que los materiales producidos, incluso los más nobles, llevan un indeleble componente de engaño. Eso explica que tanto en la relación que toda persona tiene consigo misma, como en la que tiene con sus semejantes, es posible detectar esa estela de engaño, que en unas ocasiones es muy evidente y en otras no tanto, aunque si se investiga y sondea en profundidad siempre se descubre su presencia. El corazón humano puede aparentar humildad, cuando el orgullo es quien está agazapado; puede pretender sinceridad, si bien la doblez anda escondida en sus repliegues; puede proclamar ejemplaridad, pero el monstruo del vicio está a la espera de ser alimentado; puede defender la verdad, aunque la impostura no deambula lejos.
El problema de esta fábrica es que sus defectuosos productos no sólo tienen como destino las relaciones humanas, sino que también en la relación con Dios es factible detectar esa componente de engaño. Y así, es posible inventarse todo un sistema de creencias que supuestamente parece sublime y, sin embargo, es un horror. Es decir, el campo de lo sagrado también es convertido por el corazón en un ámbito donde lo engañoso se mueve con libertad, siendo una de las maneras más corrientes suponer que se pueden hacer compartimentos estancos, que el individuo administra según su voluntad. De esa manera, imagina que es posible negarse a obedecer en ciertas áreas, aunque está dispuesto a obedecer en otras. Además, abriga la idea de que tal desobediencia se puede compensar con una obediencia parcial. Todavía más, el corazón engañoso piensa que Dios estará de acuerdo con ese proceder.
Hay un tweet de Dios que dice lo siguiente: ‘El que aparta su oído para no oír la ley, su oración también es abominable.’ (Proverbios 28:9). Aquí estamos ante una actitud de abierto rechazo al mandato de Dios, porque lo que se está desechando no es cualquier ley, sino la suya. El oído no quiere escuchar, ni quiere saber nada de lo que Dios dice. Se trata de un acto de manifiesta rebelión, que supone un flagrante desprecio y desafío a Dios. Y sin embargo, es factible que quien así hace piense que, no obstante, puede rendir un culto agradable a Dios, al suponer que no hay relación entre la obediencia a Dios y el culto a Dios. Que lo primero no tiene nada que ver con lo segundo. Que se puede vivir durante la semana haciendo la propia voluntad y que el culto del domingo, por una virtud congénita, será un acto en el que Dios se complacerá.
Este tweet es categórico, al afirmar que si abominable es apartar el oído para no escuchar lo que Dios habla, igualmente es abominable la oración que brota del que así actúa. Abominación es una palabra muy fuerte para calificar a los pecados más execrables. Es decir, en la casa de Dios se puede estar pecando, conjeturando que se está adorando. La denuncia reprobatoria de los profetas en el Antiguo Testamento iba en esa dirección, porque la fábrica engañosa del corazón en Israel había elaborado esa figuración, de disociación entre obediencia y culto.
Segregar obediencia y culto es fraguar una fabulación, que acabará, si no hay arrepentimiento, en condenación.
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