¿Divinizarse o deshumanizarse?

No intentemos divinizarnos tanto, que nos deshumanicemos. Podría ser alguno de los errores de muchos religiosos. A veces, hacemos un distanciamiento tan grande entre el hombre y Dios que, algunos llamados cristianos, pueden verlos como realidades antagónicas. En su deseo desmedido de espiritualidad, les gustaría alejarse del hombre para ser cada vez más un ser celeste, una especie de ángel que solo aspira a lo divino. Cuidado: con esto, quizás no se diviniza, sino que se aleja de lo humano. Así, desgraciadamente, muchos dan la espalda al hombre, mutilando la realidad evangélica.

Se deshumanizan en cierta manera y solo miran hacia arriba esperando la liberación del cuerpo. Quizás, es el antiguo pecado de querer ser como dioses, la trampa satánica desde los inicios de la humanidad. ¿A qué nos conduce todo esto, este deseo de estar pendientes exclusivamente de lo celeste, de alabanzas, oraciones y ritos insolidarios, tantas y tantas veces, de espaldas al hombre que sufre? Si uno pierde la visión del prójimo apaleado y tirado al lado del camino, se deshumaniza. Si uno pierde la visión del prójimo sufriente, no se diviniza por mucho que alabe y mire hacia arriba buscando ser de naturaleza celeste. 

Esta búsqueda de espiritualidad desencarnada tiende a recluirnos en el templo, puede ensordecernos ante el grito del hombre ante la injusticia, ante la opresión, ante la marginación, el abuso del débil, el desigual reparto de los bienes del planeta tierra. Nos deshumaniza. Esto no sería la experiencia de vivir el auténtico Evangelio. En el fondo, si vemos el fuerte concepto de projimidad que se da en la Biblia, estaríamos mutilando la enseñanza de Jesús. 

Ni deshumanizarnos ni divinizarnos. El cristiano que aspira a ser una especie de ser celeste y que desea solo mirar hacia arriba de forma desencarnada, da la espalda a la espiritualidad cristiana auténtica. Da la espalda al prójimo sufriente. Se deshumaniza y cae en el engaño cómodo de vivir el cristianismo de forma insolidaria. Una treta de Satanás para apartarnos del cristianismo vivido en compromiso con Dios y con el hombre. La verticalidad y la horizontalidad del Evangelio.

Arraiguemos nuestra fe en el mundo. No busquemos ser como ángeles desencarnados del mundo que nos rodea. No caigamos en rituales vacíos, insolidarios y alejados del Dios que se funde con lo humano. Cualquier distanciamiento que hagamos entre el hombre y Dios, cualquier ritual que nos lleve al olvido del hombre que sufre, que está en marginación, injusticia u opresión, que considere una teología primera lo relacionado con el ritual cúltico y deje como una teología secundaria u opcional a todo lo relacionado con el compromiso con el prójimo, está cayendo en un pecado que nos separa de ese Dios al que, de forma unilateral, queremos adorar y alabar.

Dios, al fundirse con lo humano, convierte al hombre en el lugar sagrado por excelencia al que hay que amar en una relación de semejanza con la fuerza del amor a Dios. Es uno de los grandes valores de la encarnación de Jesús. Dios y el hombre no deben estar en nuestra práctica de la espiritualidad cristiana como dos realidades distanciadas, menos aún como realidades antagónicas. Así, el acercamiento a Dios, el mirar hacia él, jamás nos debe alejar de nuestro compromiso con el hombre. Al querer relacionarnos de forma unilateral con las realidades divinas, podemos deshumanizarnos, mutilando el Evangelio de la gracia y de la misericordia de Dios.

Aún, en muchos contextos religiosos se sigue hablando del alma como lo único importante. Podemos equivocarnos al desencarnarnos. No hay que seguir aquellas filosofías que desprecian al cuerpo como el foco de las pasiones más pecaminosas en pugna con las realidades divinas y que tienden a la minusvaloración del cuerpo humano. Dios, al encarnarse, al enseñar no solo la inmortalidad del alma, sino la resurrección de los cuerpos, está justificando todas sus enseñanzas de servicio al prójimo, de amor a los que sufren, de entrega, de valoración del hombre integral, de denuncia contra las injusticias que afectan a nuestro hermano. Jesús, con su encarnación, dignifica al hombre, a su humanidad y lo convierte en un elemento de salvación integral.

Acercarte a Dios debe dar como resultado la preocupación por el prójimo, el ser las manos y los pies del Señor en medio de un mundo de dolor e injusticia. El hecho de acercarnos unilateralmente a la divinidad, alejándose de las problemáticas del prójimo y del servicio, es la tentación de Satanás que nos engaña, haciéndonos creer que podemos llegar a ser como dioses. La gran treta del diablo. La forma de ser cada vez más semejantes al Dios vivo, es, bíblicamente, acercarse al ser humano como manos tendidas de servicio a los que sufren. Sería el encuentro del Dios trascendente, con lo inmanente, con un Dios que irrumpió en nuestra historia haciéndose hombre para servir, para dar ejemplo de servicio. Hoy, con toda seguridad, se puede decir que Él, ese Tú que nos trasciende, mora entre nosotros identificándose con los que más sufren.

Quizás es que el camino de acercarse al Dios que nos trasciende, es fundirse en solidaridad y amor con lo humano, con el hombre sufriente, con el prójimo.