El tweet de Dios sobre las dos alternativas

Parece ser que somos tan viejos como lo son nuestros tejidos, siendo de hecho una de las señales de la vejez el envejecimiento de los mismos, si es que no son la causa directa de ella. Porque en efecto, los tejidos de un niño son elásticos y flexibles, mientras que los de un adulto se van volviendo rígidos, con lo cual comienzan los problemas, hasta el punto de que esa rigidez de nuestros tejidos y órganos se convierte en un verdadero peligro, porque significa su endurecimiento, lo cual cuando se trata de las venas o del corazón puede ser fatal. De hecho, hay varios términos médicos que emplean la palabra dureza para designar a ciertas enfermedades, para lo cual se echa mano de la palabra griega para dureza, que es esclerosis. Una vez iniciado el proceso de la esclerosis, ya constituye un gran logro retardarlo, porque por sí sola tiende a ir a más.

Lo que ocurre con el estado de nuestro cuerpo tiene también su similitud con el estado de nuestro interior, que ciertamente está sujeto a una condición de endurecimiento, por la que somos refractarios de manera natural a Dios. Esa condición, de no suceder algo que la cambie, no se quedará estancada sino que irá en aumento, según nuestra vida vaya avanzando, hasta el punto de llegar a una condición de embotamiento y contumacia total, de manera que ni siquiera los remedios más drásticos servirán para algo.

Cuando el profeta Jeremías declaró: ‘Los azotaste y no les dolió; los consumiste y no quisieron recibir corrección; endurecieron sus rostros más que la piedra, no quisieron convertirse’ (Jeremías 5:3), estaba señalando el mal que aquejaba a su nación, consistente en un estado persistente de rebeldía, al que estaban aferrados, aunque el correctivo que Dios había comenzado a emplear con ellos era severo. Ese correctivo tenía como propósito que reaccionaran y cambiaran su trayectoria; pero la realidad fue que de esas dolorosas lecciones no aprendieron nada, obstinándose en seguir en sus malvados caminos. No sabemos exactamente en qué consistió dicho trato, pero antes de que llegara el gran desastre nacional del año 587 antes de Cristo, cuando la nación dejó de serlo, experimentaron en sus carnes el azote de Dios. Tal vez el duro correctivo se refiere a las dos primeras deportaciones que serían el preludio de la tercera y final. Lo sorprendente es que ni aun cuando el desastre se hubo consumado, hubo cambio alguno en su actitud, porque los que se marcharon a Egipto rechazaron el llamamiento a la conversión que les hizo el profeta, encarándose con él y afirmando que el desastre nacional no había sido por darle la espalda a Dios, como él decía, sino por haberle dado la espalda a la idolatría (¡?). Parece increíble que gente que había descendido a lo peor, siguiera empecinada en su maldad. Aquella generación ilustra perfectamente a lo que llega el corazón de una nación, cuando su endurecimiento alcanza elevadas cotas, en un proceso que no tiene vuelta atrás.

Sin embargo, de otra porción de la Biblia se desprende que hay un corazón cuya trayectoria va en una dirección opuesta, es decir, la de esforzarse por ser sensible a Dios, por querer agradarle y hacer su voluntad. El Salmo 119 enseña el continuado desvelo y deseo del que lo escribió, para conformarse en todo lo posible a Dios. No hay el más mínimo atisbo de estancamiento, sino de avanzar y proseguir en el buen camino ya emprendido, siendo ese Salmo una continuada cadencia de súplicas de su autor a Dios, para que incline su corazón en ese camino, y una continuada sucesión de firmes resoluciones para andar por el mismo. Es decir, no se suplica fervientemente a Dios solamente, sino que se pone todo el esfuerzo personal. Y no se pone todo el esfuerzo personal solamente, sino que se suplica fervientemente a Dios.

Hay un tweet de Dios que dice lo siguiente: ‘El hombre impío endurece su rostro; mas el recto ordena sus caminos.’ (Proverbios 21:29). Aquí hay dos condiciones del corazón totalmente antagónicas, pero coincidentes ambas en que van a más. Una, la del malvado, consiste en empecinarse en perseverar en su maldad, siendo él mismo el artífice de su propio creciente endurecimiento, produciéndose una retroalimentación, porque si la maldad produce endurecimiento, el endurecimiento genera maldad, como la generación de Jeremías. Otra, la del recto, que consiste en ordenar sus caminos, enderezándolos y afianzándose en ellos, como el autor del Salmo 119.

‘El que es injusto, sea injusto todavía; y el que es inmundo, sea inmundo todavía; y el que es justo practique la justicia todavía; y el que es santo, santifíquese todavía’ (Apocalipsis 22:11). Estas palabras forman parte de la última proclamación de la Biblia, estableciéndose por medio de ellas las dos categorías en las que se camina en esta vida, habiendo una correspondencia entre lo que se es y lo que se hace. El injusto y el inmundo van en pos de la injusticia y la inmundicia, mientras que el justo y el santo tras la justicia y la santidad. Aunque estas palabras solamente constatan esas dos realidades, detrás de ellas aletea la distinta remuneración que ambas recibirán.

Estamos ante una disyuntiva en la que no existe una tercera alternativa, por lo que solamente hay una opción que marcha en la buena dirección. Voy a poner todo mi empeño para andar por ella.